Capital Federal, Buenos Aires, Argentina.
Buenas noches:
Los que son visitantes corrientes habrán notado mi ausencia en los últimos meses. Para empezar a narrar la razón por la cual he dejado las hojas en blanco hasta este momento, debo decirles que mi condición actual es de internado, aún, luego de mi llegada al hospital hace un par de semanas. Fuera de todo peligro, espero mi alta médica en la madrugada de nochebuena. Recién ahora puedo mover los brazos y la espina con comodidad suficiente para escribir esta epístola.
Poco se interesarán por esto, lo sé. No estoy para contarles sobre un enfermo más en un hospital más. Voy a hablarles del lugar que estuvo a punto de acabar conmigo, el lugar más extraño que jamás haya visto y espero no volver a ver.
Desde el escape hasta mi sanación – que todavía está en proceso – no pude escribir, así que permítanme explayarme lo más que me sea posible:
Les mentiría si dijera que el lugar en el que estuve es espléndido, maravilloso o de belleza abundante digno para cualquier ojo dotado; en realidad, es todo lo opuesto: he explorado el lugar más decadente, siniestro y perverso por el que pueda caminar un hombre, un lugar sangriento, sucio, morboso, lunático y adictivo, un sitio del que no se suele escapar.
Nunca podré transcribir a papel el tiempo incalculable que pasé en aquel lugar (no fueron tan solo unas semanas, los días allí son diferentes e intermitentes), será una tarea imposible contar acerca de todo lo experimentado, pero intentaré narrar lo mas sobresaliente, porque, por mas que no haya sido para nada agradable la estadía, ese lugar pérfido posee una magia de ensueño, es un lugar tan real como ficticio: no puedes creer nada de lo que ves porque todo es demasiado fantástico, pero las cosas son tan reales como la angustia de una pesadilla.
El lugar se llama “Casa de estrellas”, con la primer ‘ese’ escrita de tal forma que, según el ángulo, parece una S y otras una Z.
Para remontarme a lo previo de la locura, debo decir que entré allí por la influencia de un amigo que, con gran cantidad de alcohol en sangre al igual que yo, entró engañado por una persona que nunca volvimos a ver. El lugar parecía, por fuera, una casa no muy diferente de un lugar viejo, pobre y suburbano. Desde afuera se escuchaba una música potente e indescifrable, similar a un zumbido de gran potencia. Unas personas altas e intimidantes en la puerta no nos dijeron nada cuando nosotros, vacas mansas, pasamos al matadero.
Dentro, la noche era más oscura. Luego de un mísero vestíbulo de entrada, un pasillo largo sin techo nos guiaba hacia el interior de lo que parecía una sinagoga antigua y abandonada, con una torre irguiéndose en pos del cielo. En el pasillo, cerca de dos decenas de personas estaban tiradas en el suelo semiinconscientes o de pie, hablando entre ellos sin prestarse atención, con la mirada y la palabra perdida. Con mi amigo pasamos esquivando a la gente como podíamos dado nuestro pobre estado, hasta que llegamos a un vestíbulo - donde más de esa gente semiinconsciente deambulaba - que era la entrada para un salón de verdad tenebroso: sin un ápice de luz excepto unos tres candelabros en un escenario claramente improvisado, un incontable número de personas ensombrecidas escuchaba con pasión una música pésima y dolorosa, producida por instrumentos desafinados y rotos. Miramos confundidos la escena, sin comprender. En mi mente se agolpan muchas escenas sin un hilo, por lo que debo decir que mi siguiente recuerdo es estar en ese salón, sentado a los pies de una escalera que no había visto antes junto a mi amigo, con un vaso de vino en la mano, y algunas personas alrededor, hablando sobre algo sin valor. Luego recuerdo que me dormí.
Al despertar, me encontré en ese mismo lugar, con bastante menos gente alrededor; no debía de haber pasado mucho tiempo, pero sentía algo que me intranquilizaba, algo me incomodaba, así que con ligera preocupación, intenté encontrar a mi amigo. Al echar un vistazo por los sectores del lugar que conocía y no encontrarlo, me decidí a ir a la segunda planta. Subí las escaleras y me encontré con algo que me llamó la atención: el piso superior era un cuadrado perfecto, con un cuadrado mas pequeño en el centro por el cual se podía ver el escenario de la planta baja y que dejaba un ancho de un metro para los pasillos que guiaban a las tres habitaciones allí existentes en cada esquina que restaba, ya que la escalera desembocaba en la esquina restante; los cuatro pasillos eran de madera, no de cemento como el resto de la casa, y cada madera tenía su respectiva mancha de hongos y humedad. Esta situación, para un acrofóbico como quien escribe, era preocupante. Las puertas de las habitaciones estaban cerradas, pero con la esperanza de que mi amigo me oyera, grité su nombre en vano varias veces. Al aguzar el oído en búsqueda de una respuesta, pude escuchar a medias una serie de susurros provenientes de la habitación que se encontraba en diagonal. Decidí ir a ver, mas debía encontrarlo para huir de aquel lugar que comenzaba a ponerme la piel de gallina. Caminé lento por las tablas que crujían desgastadas bajo mis pies, con el temor de que en cualquier instante alguna cediera, lo que me depararía una caída monumental y, probablemente, la muerte. No puedo relatarles lo que es, para alguien como yo, enfrentarse a aquella situación; el vértigo en mi estómago me apretaba las entrañas con sus manos de acero, asfixiando mi garganta y quitando mi aliento, para así llevar a mi mente a imaginar lo que sería la caída mortal e inminente.
Así y todo, no tuve problemas reales para llegar a la primer esquina, en la que escuché pasos dentro de la habitación. La puerta era antigua como todo allí y no deparé en ella, pero sí me atreví a mirar por la cerradura. Un olor extraño se juntaba en aquel sector al abundante olor a humedad y polvo, pero no supe que era hasta mirar y entender lo que pasaba allí dentro.
- Otro año - dijo una persona que caminaba alrededor de su receptor. – Nueve…
Solo escuché la risa bobalicona de la otra persona y algunas incoherencias. El hombre que caminaba – pues daba la impresión, por la voz y los pasos, de ser un hombre - bebía de una petaca metálica un líquido tornasolado que parecía darle vitalidad, pero cuando se agachó y vi su rostro, noté que mi impresión era totalmente errónea: un centenar de venas de color violáceo que sobresalían de su piel habían deformado su rostro hasta el punto de hacerlo irreconocible como ser humano. Al ver eso, me alejé del cerrojo y no pude evitar una exclamación de sorpresa y asco por la repugnancia a la que podía llegar un rostro una vez humano, y al instante de completar la acción, me di cuenta de la gravedad de mi hecho. Dentro, los pasos se habían frenado. Se palpaba en el aire un silencio que no me atrevía a romper. Por suerte, lo próximo que se escuchó fue a aquella persona dando un trago. Mi corazón, que se había detenido en el silencio, volvía de a poco a latir.
- Me muero de hambre… – dijo el engendro, mientras yo me tranquilizaba
- ¡Agarrá eso! – volvió a gritar al instante.
No pude evitar volver a mirar por la cerradura. Se escucharon una serie de movimientos torpes, y luego risas de júbilo y festejo. Un sonido que, debo decir, había escuchado alguna vez en mi vida, comenzó a hacerse oír con fuerza luego de la serie de ruidos.
- ¡Justo dije eso y tenemos algo para comer! ¡Decime que no traigo suerte! – volvió a declarar el mismo ser, para lanzar luego unas carcajadas escalofriantes.
“No puede ser lo que pienso” recuerdo haberme dicho en aquellos momentos. Mi respiración se hizo más pesada y agitada. El sonido agudo se hacía más fuerte y familiar. “No puede ser eso”.
- Dale, ahora yo, pasamela – le escuché decir.
Si usted se considera débil de estómago, no lea el siguiente párrafo.
Sí, era lo que pensaba. El ser inhumano agarró entre sus manos una rata del tamaño de una botella de vidrio, que pedía clemencia de sus devoradores con alaridos agudos e insoportables. Una herida sangrante en el lomo causada por un mordisco teñía el pelaje cercano de color rojo. clavó presurosa otro mordisco al lado del anterior, del que mucha mas sangre salió expulsada y salpicada a su propio rostro.
Todo esto ocurrió en menos tiempo del que lleva contarlo, y tuve la mala suerte de ver el horrendo espectáculo antes de poder tener la reacción de alejarme del cerrojo.
Me levanté y, de espaldas, traté de alejarme rápido de aquel rincón, olvidándome de la debilidad de aquel piso. Giré y noté que se rompió una tabla, y caí.
Mi corazón se hubiera detenido, pienso ahora, si no hubiera estado relajado muscularmente por el alcohol. No sé como pude resistir aquella caída. Las heridas las tengo ahora y las tendré por siempre, dicen los médicos, pero lo que dejó una marca indeleble fue la sensación mientras estuve en el aire. Uno de los peores tormentos que podría sufrir mi alma ocurrió en aquellos segundos, momento solo comparable con lo que me tocaría vivir luego en aquel reino de salvajismo delirante, lugar alejado de las reglas de los mortales.
Ahora me despido, de forma poco cordial, para conciliar un sueño que logre aliviarme. No es sencilla la noche después de lo ocurrido, pero con lo extenuado que me dejó escribir esta carta, tengo la esperanza de un descanso largo y sin sueños, aunque cada vez que cierro los ojos, recuerdo un momento diferente en aquel averno.
Dios me permita el descanso.
Saludos.
L.J.G.