miércoles, diciembre 23, 2009

Casa de estrellas

Miércoles 23 de diciembre de 2009.

Capital Federal, Buenos Aires, Argentina.

Buenas noches:
Los que son visitantes corrientes habrán notado mi ausencia en los últimos meses. Para empezar a narrar la razón por la cual he dejado las hojas en blanco hasta este momento, debo decirles que mi condición actual es de internado, aún, luego de mi llegada al hospital hace un par de semanas. Fuera de todo peligro, espero mi alta médica en la madrugada de nochebuena. Recién ahora puedo mover los brazos y la espina con comodidad suficiente para escribir esta epístola.
Poco se interesarán por esto, lo sé. No estoy para contarles sobre un enfermo más en un hospital más. Voy a hablarles del lugar que estuvo a punto de acabar conmigo, el lugar más extraño que jamás haya visto y espero no volver a ver.

Desde el escape hasta mi sanación – que todavía está en proceso – no pude escribir, así que permítanme explayarme lo más que me sea posible:
Les mentiría si dijera que el lugar en el que estuve es espléndido, maravilloso o de belleza abundante digno para cualquier ojo dotado; en realidad, es todo lo opuesto: he explorado el lugar más decadente, siniestro y perverso por el que pueda caminar un hombre, un lugar sangriento, sucio, morboso, lunático y adictivo, un sitio del que no se suele escapar.
Nunca podré transcribir a papel el tiempo incalculable que pasé en aquel lugar (no fueron tan solo unas semanas, los días allí son diferentes e intermitentes), será una tarea imposible contar acerca de todo lo experimentado, pero intentaré narrar lo mas sobresaliente, porque, por mas que no haya sido para nada agradable la estadía, ese lugar pérfido posee una magia de ensueño, es un lugar tan real como ficticio: no puedes creer nada de lo que ves porque todo es demasiado fantástico, pero las cosas son tan reales como la angustia de una pesadilla.

El lugar se llama “Casa de estrellas”, con la primer ‘ese’ escrita de tal forma que, según el ángulo, parece una S y otras una Z.
Para remontarme a lo previo de la locura, debo decir que entré allí por la influencia de un amigo que, con gran cantidad de alcohol en sangre al igual que yo, entró engañado por una persona que nunca volvimos a ver. El lugar parecía, por fuera, una casa no muy diferente de un lugar viejo, pobre y suburbano. Desde afuera se escuchaba una música potente e indescifrable, similar a un zumbido de gran potencia. Unas personas altas e intimidantes en la puerta no nos dijeron nada cuando nosotros, vacas mansas, pasamos al matadero.
Dentro, la noche era más oscura. Luego de un mísero vestíbulo de entrada, un pasillo largo sin techo nos guiaba hacia el interior de lo que parecía una sinagoga antigua y abandonada, con una torre irguiéndose en pos del cielo. En el pasillo, cerca de dos decenas de personas estaban tiradas en el suelo semiinconscientes o de pie, hablando entre ellos sin prestarse atención, con la mirada y la palabra perdida. Con mi amigo pasamos esquivando a la gente como podíamos dado nuestro pobre estado, hasta que llegamos a un vestíbulo - donde más de esa gente semiinconsciente deambulaba - que era la entrada para un salón de verdad tenebroso: sin un ápice de luz excepto unos tres candelabros en un escenario claramente improvisado, un incontable número de personas ensombrecidas escuchaba con pasión una música pésima y dolorosa, producida por instrumentos desafinados y rotos. Miramos confundidos la escena, sin comprender. En mi mente se agolpan muchas escenas sin un hilo, por lo que debo decir que mi siguiente recuerdo es estar en ese salón, sentado a los pies de una escalera que no había visto antes junto a mi amigo, con un vaso de vino en la mano, y algunas personas alrededor, hablando sobre algo sin valor. Luego recuerdo que me dormí.

Al despertar, me encontré en ese mismo lugar, con bastante menos gente alrededor; no debía de haber pasado mucho tiempo, pero sentía algo que me intranquilizaba, algo me incomodaba, así que con ligera preocupación, intenté encontrar a mi amigo. Al echar un vistazo por los sectores del lugar que conocía y no encontrarlo, me decidí a ir a la segunda planta. Subí las escaleras y me encontré con algo que me llamó la atención: el piso superior era un cuadrado perfecto, con un cuadrado mas pequeño en el centro por el cual se podía ver el escenario de la planta baja y que dejaba un ancho de un metro para los pasillos que guiaban a las tres habitaciones allí existentes en cada esquina que restaba, ya que la escalera desembocaba en la esquina restante; los cuatro pasillos eran de madera, no de cemento como el resto de la casa, y cada madera tenía su respectiva mancha de hongos y humedad. Esta situación, para un acrofóbico como quien escribe, era preocupante. Las puertas de las habitaciones estaban cerradas, pero con la esperanza de que mi amigo me oyera, grité su nombre en vano varias veces. Al aguzar el oído en búsqueda de una respuesta, pude escuchar a medias una serie de susurros provenientes de la habitación que se encontraba en diagonal. Decidí ir a ver, mas debía encontrarlo para huir de aquel lugar que comenzaba a ponerme la piel de gallina. Caminé lento por las tablas que crujían desgastadas bajo mis pies, con el temor de que en cualquier instante alguna cediera, lo que me depararía una caída monumental y, probablemente, la muerte. No puedo relatarles lo que es, para alguien como yo, enfrentarse a aquella situación; el vértigo en mi estómago me apretaba las entrañas con sus manos de acero, asfixiando mi garganta y quitando mi aliento, para así llevar a mi mente a imaginar lo que sería la caída mortal e inminente.

Así y todo, no tuve problemas reales para llegar a la primer esquina, en la que escuché pasos dentro de la habitación. La puerta era antigua como todo allí y no deparé en ella, pero sí me atreví a mirar por la cerradura. Un olor extraño se juntaba en aquel sector al abundante olor a humedad y polvo, pero no supe que era hasta mirar y entender lo que pasaba allí dentro.
- Otro año - dijo una persona que caminaba alrededor de su receptor. – Nueve…
Solo escuché la risa bobalicona de la otra persona y algunas incoherencias. El hombre que caminaba – pues daba la impresión, por la voz y los pasos, de ser un hombre - bebía de una petaca metálica un líquido tornasolado que parecía darle vitalidad, pero cuando se agachó y vi su rostro, noté que mi impresión era totalmente errónea: un centenar de venas de color violáceo que sobresalían de su piel habían deformado su rostro hasta el punto de hacerlo irreconocible como ser humano. Al ver eso, me alejé del cerrojo y no pude evitar una exclamación de sorpresa y asco por la repugnancia a la que podía llegar un rostro una vez humano, y al instante de completar la acción, me di cuenta de la gravedad de mi hecho. Dentro, los pasos se habían frenado. Se palpaba en el aire un silencio que no me atrevía a romper. Por suerte, lo próximo que se escuchó fue a aquella persona dando un trago. Mi corazón, que se había detenido en el silencio, volvía de a poco a latir.

- Me muero de hambre… – dijo el engendro, mientras yo me tranquilizaba
- ¡Agarrá eso! – volvió a gritar al instante.
No pude evitar volver a mirar por la cerradura. Se escucharon una serie de movimientos torpes, y luego risas de júbilo y festejo. Un sonido que, debo decir, había escuchado alguna vez en mi vida, comenzó a hacerse oír con fuerza luego de la serie de ruidos.
- ¡Justo dije eso y tenemos algo para comer! ¡Decime que no traigo suerte! – volvió a declarar el mismo ser, para lanzar luego unas carcajadas escalofriantes.
“No puede ser lo que pienso” recuerdo haberme dicho en aquellos momentos. Mi respiración se hizo más pesada y agitada. El sonido agudo se hacía más fuerte y familiar. “No puede ser eso”.
- Dale, ahora yo, pasamela – le escuché decir.
Si usted se considera débil de estómago, no lea el siguiente párrafo.
Sí, era lo que pensaba. El ser inhumano agarró entre sus manos una rata del tamaño de una botella de vidrio, que pedía clemencia de sus devoradores con alaridos agudos e insoportables. Una herida sangrante en el lomo causada por un mordisco teñía el pelaje cercano de color rojo. clavó presurosa otro mordisco al lado del anterior, del que mucha mas sangre salió expulsada y salpicada a su propio rostro.
Todo esto ocurrió en menos tiempo del que lleva contarlo, y tuve la mala suerte de ver el horrendo espectáculo antes de poder tener la reacción de alejarme del cerrojo.
Me levanté y, de espaldas, traté de alejarme rápido de aquel rincón, olvidándome de la debilidad de aquel piso. Giré y noté que se rompió una tabla, y caí.

Mi corazón se hubiera detenido, pienso ahora, si no hubiera estado relajado muscularmente por el alcohol. No sé como pude resistir aquella caída. Las heridas las tengo ahora y las tendré por siempre, dicen los médicos, pero lo que dejó una marca indeleble fue la sensación mientras estuve en el aire. Uno de los peores tormentos que podría sufrir mi alma ocurrió en aquellos segundos, momento solo comparable con lo que me tocaría vivir luego en aquel reino de salvajismo delirante, lugar alejado de las reglas de los mortales.

Ahora me despido, de forma poco cordial, para conciliar un sueño que logre aliviarme. No es sencilla la noche después de lo ocurrido, pero con lo extenuado que me dejó escribir esta carta, tengo la esperanza de un descanso largo y sin sueños, aunque cada vez que cierro los ojos, recuerdo un momento diferente en aquel averno.
Dios me permita el descanso.
Saludos.



L.J.G.

domingo, octubre 18, 2009

El libro sobre quiénes fuimos

Saluda a sus hijos, los arropa y sale de la habitación. Saluda a su esposa, la besa con la ternura del adiós, y sale apurado a la noche para viajar unas horas por una ruta en mal estado. Parientes lejanos, una herencia tan importante y necesaria para la economía de la familia que merecía la molestia de viajar de noche a un pueblo en las fronteras de la desaparición; allí lo espera un hogar colonial, que con las mejoras construidas por las generaciones que vivieron en el lugar, ahora cuenta con una extensión impresionante.

Desde antes de entrar al pueblo nota aquella mansión antigua y criolla, enorme escultura grisácea que surge entre la humildad de las casas comunes para exhalar orgullo y vanidad. En el interior lo espera un grupo pequeño de familiares reunido con un grupo mayor de abogados, todos en la sala, a la luz débil de unas lámparas más ornamentales que útiles.
- Nos tomaremos uno tiempo más - comunica uno de los abogados - para ordenar correctamente los papeles y hacer el listado final de los bienes del fallecido señor Ormen. Les pedimos que disculpen las demoras, pero es para despejar cualquier tipo de dudas. Muchas gracias.

Varios familiares protestan con tenacidad al decir que esperan desde hace horas y dan excusas sobre por qué deben tener todo al tiempo que su avaricia lo exige. En medio de la discución, nuestro protagonista elige distraerse. Sin que nadie lo notara, comienza a alejarse con aire distraído y de a poco empieza a deambular por la mansión. Por los cuartos, lo que ve en mayoría es polvo cubriendo muebles antiguos de rústicas maderas oscuras y gastadas alfombras rubicundas. Al subir por la escalera principal, ve que hay luz solo en los pasillos, excepto por una sola habitación, al final del corredor. La puerta está cerrada, y nuestro hombre se atemoriza por los aires fantasmales que se esconden en la parte vacía y lúgubre de la casa , pero escucha a su mente racional que lo incita a entrar. La mente vence: no hay ningún fantasma; lo que si hay es una biblioteca monumental, amplia y gigante, siglos de ilustración y creación imaginativa y filosófica.


Miles de libros están al alcance de la mano, tan cerca y tan juntos que despiden una escencia a sabiduría que superarían al hombre prudente aristotélico, pero al hechar vistazos por cada corredor, un libro en especial se graba en su conciencia, uno que estaba encima de un escritorio, junto a una vela recién consumida de la que aún salía un hilo fino de humo. Está encuadernado en una piel dura y oscura, y tiene las hojas más amarillentas que jamás hubiera visto, y no parecen hojas de papel. "Haud legere" reza la tapa, con letras serias e intimidatorias.


Nuestro hombre se queda hipnotizado por una tentación que no comprende, atrapado entre unas manos gigantes e invisibles que de a poco se cierran para enloquecerlo en la oscuridad.
Abre la primera página: las palabras del libro, como el nombre de la obra, están en latín. "El Libro sobre quiénes fuimos" es lo que está escrito arriba, al margen, con letra firme. "Si pudieras saber que tuviste otras vidas, ¿querrías saberlo? ¿querrías observar cada experiencia, repetir cada amor y cada tragedia escondida en la pureza incorrompible de tu alma? ¿querrías vivirlo de nuevo?"


En el momento en que termina de leer la frase, un brillo solar empieza a surgir de cada una de las páginas. Sus ojos arden a tal punto que siente que se derriten y ruega para que la ceguera le llegue de una vez, pero eso no ocurre; nuestro protagonista es llevado a épocas anteriores a su misma gestación, y en poco mas de una hora en aquella biblioteca, repite todas sus vidas, revive cada uno de los recuerdos impresos en su alma, ama a cientos de padres, madres, hermanos y hermanas, odia a cada uno de sus enemigos con sentimientos turbios y sombríos, comparte su corazón en incontables romances, se alegra por su decendencia en cada ocación, salva vidas, mata otras, lucha en cruzadas, guerras santas, guerras imperiales, guerras de clases, revoluciones y todo conflicto bélico alguna vez habido; y todo queda para siempre en la mente de aquel hombre pobre e infortunado.


Cae al suelo, con el libro cerrado en el regazo. Cuando lo encuentran, horas después, continúa igual, en un estado de quietud absoluta, con el rostro pálido y los ojos encendidos en rojo sangre; lo quieren levantar y rompe a reír con carcajadas demenciales que aterrorizan los nervios de los presentes, recordando todos y cada uno de los momentos de diversión en sus vidas pasadas, luego rompe a llorar, recordando cada tragedia, cada muerte, cada desamor a lo largo de centurias.
Ningún recuerdo tiene particular relevancia, no sabe donde está, en que época, quienes son sus hijos o su esposa actuales. La cordura, lo único rescatable del hombre, se perdió para siempre en él.

domingo, octubre 04, 2009

El secreto

El hombre de ojos azules y cabello castaño mira concentrado.
A salvo de la luz de los faroles, bajo la sombra de un árbol moribundo, observa con cuidado la casa de enfrente. Espera con la parsimonia de alguien que tuviese controlado el tiempo el momento para la visita, a la vez que su mente divaga por toda su extensión. Piensa en errores imperdonables, en amores pasados, en castigos divinos y en justicia poética. Piensa en la soledad en la que mora, de relación intrínseca con la mentira que vive y sufre. Imagina varias versiones de su futuro, algunas felices, otras no tanto, y en otras no espera llegar a un futuro lejano (tal vez la muerte actuase de jurado y determinase una resolución al asunto), pero no puede evitar preguntarse. Tal vez hoy se definiese algo, tal vez pudiese haber algún acuerdo, o la muerte y la suerte podrían intervenir.

Lo que espera, sucede: luego de horas, un hombre de cabello y ojos negros sale de la casa, sube a un auto, y se va. La ruleta comienza a girar.
El hombre de ojos azules se dirige hacia aquella casa donde vive la discordia. Toca a la puerta.
Una mujer grita mientras se acerca.

- ¿Qué te olvidaste, mi am... - lo ve, la mujer ve la culpa a los ojos, observa su mentira y el debilitamiento del alma - ¿Qué hacés acá? ¡No... no podés venir acá, te dije que nunca vinieras! ¡Nunca! ¡¿Por qué viniste?!

- Tenía que venir. - dijo el hombre, su último amante - Sabés por qué.

- !No, no se nada yo! ¡Tenes que irte ya! ¡Ya!

Sin darse cuenta, esos gritos avivaron su pesadilla, la consumación de su mayor temor. Cuanto se arrepentiría mas tarde de aquellos gritos innecesarios. Culparía primero a aquel hombre, luego a sus nervios... pero luego lo aceptaría: era así como tenía que pasar, la suerte lo decidió.
Esos gritos causaron otros, incongruentes, molestos y sin sentido. El llanto de una vida de pocos meses retumba como miles de corazones al unísono. Aquel hombre, en la puerta, parece dejar de respirar; a la mujer, el color se le escapa de la piel.

El hombre entra y avanza por la habitación sin que la mujer lo evite, hasta ver lo que tanto soñó. En un moisés pequeño, una niña descansa como una bendición.
La mujer comienza a llorar con frenesí, la beba mira el techo sin prestar atención.

El hombre recuerda como un año atrás hizo el amor con esa mujer. Ahora ve a una bebé de tres meses, con ojos azules y cabello castaño.
Escapa de la situación con pasos inseguros y ojos húmedos; sale a la vereda sin siquiera cerrar la puerta de la casa. Quiere volver a su morada, a su dulce y añorada soledad, a regodearse en llanto; quiere cruzar la calle y caminar con esos pasos temblorosos hasta su hogar y poder descansar en paz, pero el descanso llega antes.

Cruza la calle, pero tropieza. Por la conmoción, no puede levantarse enseguida. Adelante en la calzada, un auto se acerca. Todo dicho.
La mujer escucha la frenada de un auto y un golpe seco.
La muerte y la suerte tomaron cartas en el asunto. El triángulo quedó deshecho, la niña se quedó sin padre, aunque nunca lo sabrá.
La mujer cierra la puerta y el secreto para siempre.

viernes, septiembre 18, 2009

La sirvienta de Asterión

Como la reencarnación de Afrodita, era la mujer más hermosa jamás nacida. Ver su piel lozana, sus ojazos marrones, sus curvas deliciosas, su pelo resplandeciente, era un espectáculo enceguecedor. Miradas azucaradas y gestos deleitosos hacían de ella el ser más anhelado por cualquier persona que la conociese.

Pocos conocían más que su superficialidad (lo superficial puede ser suficiente para muchos hombres), ya que nadie intentaba conocer la mente de la obra maestra de Dios. ¿Pára qué entrometerse en saber su personalidad más de lo necesario? ¿Al ver el paisaje espléndido de un bosque en primavera, los hombres deben cavar en la tierra y talar los árboles para averiguar qué hay debajo de toda esa belleza? ¿Al observar una escultura excelente, los críticos y el público rompen el mármol de la obra para observarla y conocerla mejor? De ninguna manera, y es entendible lo que hacen la mayoría de los hombres. Y ahora debo decir que no sólo era entendible, sino, en este caso, recomendable. Ojalá no hubiera conocido la mente perversa que tenía lugar debajo de toda esa virtuosidad y hermosura.

Fui uno de los privilegiados, en el clímax de su madurez física, de andar a su lado. Era envidiado por cuanto hombre conociese, y estoy obligado a decir que me sentía único. Aún con todo mi exceso de confianza, era feliz con la vida que llevaba, pero de a poco, todo empezó a cambiar. Ella tenía hábitos extraños. Apenas dormía, apenas comía. Pasaba una gran cantidad de tiempo en su casa, rezando. No era de ninguna de las religiones comunes, me dijo, y no me podía decir en que consistía la suya. Yo, por curiosidad, insistía, hasta que con caricias y besos, todo se iba de mi mente en una vorágine de colores y emociones nuevas que ella guiaba a placer.

Todo fue bien durante un tiempo, solo una pequeña cantidad de costumbres raras, pero luego de un par de meses, yo me fui descontrolando. Mi salud desmejoró sin razón alguna. Sólo lograba alivio al estar con ella, y de formas inverosímiles. Me hechizaba, me decía cosas como "vas a mejorar", y, tras un beso, recobraba en gran parte mi salud, el color en mi piel, el uso correcto de mis pulmones, y me alegraba, y luego me decía "vas a empeorar", y tras otro beso, mi mente se mareaba, perdía el eje de la realidad y el cuarto daba vueltas mientras volvían toses interminables; su risa, en carcajadas sinfónicas e inquietantes, me dejaba despavorido hasta que perdía la conciencia, y luego despertaba sin un recuerdo, pensando en ciertas imágenes de esos hechos como si fueran sólo sueños amargos.
Perdía el sentido de la ubicación y del tiempo. Algunas veces aparecía en lugares en los que no recordaba haber ido, o en situaciones en las cuales no recordaba cómo se habían llevado a cabo.

Una noche desperté en su casa, sin siquiera sospechar qué día ni qué mes eran. Por primera vez me di cuenta de lo que pasaba, de los saltos de tiempo. Pensé que estaba enfermo, que debía de tener algo grave que carcomía mi cerebro. Con una preocupación creciente que se asentaba en el medio de mi pecho, al encontrarme solo y no tener nada más que hacer, empecé, sin quererlo ni pensarlo, a husmear. En estos días no recuerdo si buscaba alguna prenda perdida o qué cosa, pero al abrir una puerta corrediza que pensaba que era del armario, me encontré con algo muy diferente.
Sobre un estante a media altura, descansaba sin paz la cabeza disecada de un toro; tenía los ojos abiertos de par en par, una expresión de salvajismo iracundo en las arrugas de su rostro, y los cuernos manchados de sangre oscura y seca; y alrededor de la cabeza, unas velas altas e incienso de un olor repugnante representaban un altar pagano. Había a un costado papiros largos y extensos, antiguos como el polvo, con letras apenas entendibles. El nombre Pasífae era lo poco que pude descifrar, junto con el de Dédalo. Uní las piezas y pronto lo supe: iba a ser llevado a la isla de Creta como sacrificio para Asterión, el minotauro.

Como pude, huí de aquella casa de locura, entrando en la oscuridad de la noche como animal asustado. Corrí por el bosque que distanciaba su casa de la mía, y en el camino me encontré con ella. A una distancia considerable me miraba fijo, y yo, ingenuo, hice lo mismo. Al instante estuve en un trance de ensueño. Mi cuerpo no me respondía mas que en intentos espasmódicos de escape. Cuando la tuve cerca, vi como había cambiado. Ahora me daba cuenta que tenía poco de ser humano, y que poseía una monstruosidad digna de las peores criaturas míticas en cada razgo que su cuerpo enseñaba. Mis ojos todavía transmitían el terror que rugía bajo mi piel, y quiso usar su fragancia de siempre para sedarme. Sonriendo, acercaba sus labios a los míos, sin que yo pudiese hacer nada. Pero su perfume esta vez no funcionó. Una peste inmunda despedida de su boca despertó a mi cuerpo y logré huir.

Nunca supe qué era ella. Sólo se que, luego de esos aullidos de ira que lanzó para cazarme durante mi escape, desapareció de la faz de la tierra. Jamás la volví a ver.
Ojalá no atormente a nadie más.

jueves, septiembre 17, 2009

Despertar

Se acababa de despertar. Estaba débil, como cualquier persona que tuvo una complicación grave por una enfermedad. La última vez que recordaba haber cerrado los ojos había sido frente a unos médicos en una sala iluminada, afiebrado y con dificultades para respirar, y aún no quería volver a abrirlos. Se recordaba tan débil como lo estaba en ese momento. Se sentía, sin necesidad de tocarse, con el cabello más largo y una sombra de barba. ¿Cuanto tiempo habría pasado desde que se había dormido? ¿Había estado en coma? Sabía la gravedad de su asunto, los doctores le habían avisado de la peligrosidad de su condición y que el coma era posible. Sí, debía de haber estado en coma. Pero, ¿por cuanto tiempo?

Años podrían haber pasado y él no sentiría nada. Sólo tendría esa sensación vaga de pérdida temporal, quizás una falla en el oído interno, en su laberinto, que lo haría sentir como en esos momentos, con la sensación de haber dormido de más.

No, no iba a abrir los ojos.

¿Con qué se encontraría? ¿Y si habían pasado años, que pasaría con su familia, con sus amigos? Lo deberían haber dejado atrás, como a algo roto e insalvable; no era mas que una crueldad de la naturaleza. Debía estar cerca de ser un objeto, algo en lo que se piensa con nostalgia, que sólo vive en los recuerdos y que ya perdió su color, su esperanza y su tiempo. Lo más probable era que lo dieran por muerto, un cadáver conectado a unas máquinas inútiles que sólo dejan un margen ingenuo para las ilusiones. Afuera, el mundo sería otro. No pertenecía a ese futuro, fuese cercano o distante. En cualquier momento una enfermera entraría a chequear sus pulsos vitales, lo encontraría vivo y la noticia se propagaría, y quisiera o no, en el futuro ese formaría su nueva vida.

Abrió los ojos.

Vio oscuridad. Nada. ¿Estaba ciego?
La naturaleza podía ser muy cruel, la vida en sí lo es. El hombre que debería estar muerto, revivió para estar ciego.

Esperó y esperó, pero ninguna enfermera hizo su aparición. Se dio cuenta que no escuchaba ningún sonido. Era el silencio más puro que pudiese existir. Era la Nada para sus ojos, era el Vacío para sus oídos. Intentó hablar, pero sus músculos estaban atrofiados por la inactividad. Por un tiempo largo intentó hablar y moverse. De a poco, conseguía victorias. Pudo mover sus dedos, y al poco tiempo ya intentaba mover sus manos.

Continuó con su progreso por un tiempo indefinible. Comprendió que el concepto de eternidad era estar entre la Nada y el Vacío. Un lugar donde el Sol no sale ni se pone, donde no hay Luna, no hay estrellas, no hay agua ni tierra, no hay gravedad, no hay vida. Solo se existe y nada más.

Por accidente, al mover su mano, hizo un movimiento doloroso. Un grito desgarrador - comparado con el silencio imperial del Vacío - lo transportó. El Vacío dejó de ser tal al saber que no estaba sordo, pues escuchaba su propio grito. ¿Qué pasaba entonces? El pensamiento de su propia ubicación cambió. No había ningún sonido, pero él era capaz de oír. Eso significaba que estaba en un lugar que era silencio absoluto. Significaba que no estaba en un hospital. Y si no estaba sordo, quizás no estaba ciego, pero no había forma de saberlo. La oscuridad era total y la Nada se mantenía, aunque con temblores en sus cimientos. La duda siguió creciendo hasta que no pudo soportarlo más. La eternidad era abrasadora y odiosa, nadie la podría querer jamás; la eternidad es un infierno.

Levantó la mano lo más que pudo. Tocó algo.
Era madera.
Logró levantar la otra mano. También madera.
A los costados igual. ¿Dónde estaba?

Una imagen terrible recorrió su mente a una velocidad que solo el pánico puede concebir. Sin darse cuenta, levantó sus brazos. Madera todo alrededor. Estaba tapado por madera.
Estaba en un ataúd.

Reinaba el silencio porque estaba enterrado. No veía nada porque era imposible que lo hiciera. De verdad lo habían dado por muerto.
Gritó y arañó las tablas. Una tras otra, sus uñas se fueron clavando en la madera para terminar desprendiéndose de sus piel. Aún con la carne de sus dedos siguió tratando de rasguñar a las maderas invencibles. El ataúd era indestructible, y estando varios metros bajo tierra, algo era seguro: escapar era imposible.

La naturaleza es el ente más cruel de todos. Gritó esto y mucho más hasta quedarse sin voz ni aire. La sangre de sus dedos quedó impregnada en la madera como perfume carmesí.

lunes, agosto 24, 2009

Enemigos

- Al fin estás acá - le había dicho aquella noche sin luna y sin Dios - Al fin te tengo.

Un anciano marchito y herido respiraba agitado en el suelo, de rodillas. Su barba y su cabello cano estaban sucios de sangre que le salió a golpes y de tierra en la que caía cada vez que el hombre joven que hablaba lo golpeaba. Cada bocanada de aire era una hazaña que se complementaba con el castigo angustioso de sus costillas rotas al crujir.

- Jaja, al fin estás acá - le había dicho de nuevo con júbilo. En esa noche era joven, hoy cumple la edad en la que ese anciano fue golpeado hasta morir, pero esa era su oportunidad, tanto tiempo lo había buscado, tanto tiempo habían luchado a escondidas...

Otro golpe le había asestado y el anciano se había revolcado. No paró hasta oír cada hueso romperse, no paró hasta que la sangre lo cubrió todo. No paró hasta que sus puños golpearon una roja masa carnosa, deforme y sin vida.

El hombre joven ya no lo es, tiene manchas hepáticas en su piel arrugada y áspera, músculos inútiles, piernas que no funcionan. También su mente envejeció.

- No debí haberlo hecho... - repite cada noche en sueños carceleros - No, no debí...

Miedo y remordimiento mantienen al viejo con vida. Reza cada mañana al pequeño altar de su mansión al que su asistente lo lleva. No quiere morir por una simple razón: ¿dónde lo mandaría Dios, el mismo que estuvo ausente aquella noche, que no tuvo clemencia con el anciano que era asesinado con tanto sufrimiento y que no impidió el hecho brutal y monstruoso que se llevo acabo? La idea de que Dios y él eran cómplices, a pesar de que no le aseguraba nada, le agradaba, pero por las noches se preguntaba si el Señor también se sentía culpable.

- Para ser enemigos, no éramos tan diferentes. - dijo el hoy anciano una tarde en la que aún podía caminar y soportar sus penas, sobre la tumba de su enemigo.

Se cumplen cuarenta años de aquel episodio.
El parapléjico está en la cama y percibe un susurro ligero, una brisa. Luego una ventisca. Sabe que es lo que pasa. El ruido de pasos rengos y débiles en el pasillo se hace cada vez mas sonoro y evidente, el intruso no tiene ningun temor en ser descubierto pues nadie podría verlo, excepto la persona a la que busca.
El hombre acostado ve como por el umbral de la puerta se acerca una figura.

- Tenes razón, no eramos tan diferentes - dice la sombra que, sin ser vista, despide una sensación repulsiva al arrastrar sus palabras apenas entendibles al casi no tener huesos sanos en el rostro. El parapléjico cierra los ojos con fuerza, no quiere ver como cuarenta años de descomposición convirtieron a aquella masa roja y muerta que él había dejado.

- Nada diferentes... - vuelve a hablar, y ésta vez el aliento le llega al hombre acostado, que no tiembla y afronta el final.

A la mañana siguiente, el asistente encuentra a su jefe muerto por razón desconocida. Huellas inexplicables de barro y suciedad llegan hasta el recién fallecido, pese a que las cámaras de seguridad no habían grabado a nadie.

Los enemigos murieron uno a manos del otro.

viernes, agosto 14, 2009

Duelo

- Un tren. - dice el hombre robusto, erosionado sin piedad por el tiempo que le dejó marcas en su rostro y en sus gestos, mientras exhala el último suspiro de humo de cigarrillo.

- Un tren. - repite le otro, más viejo, mientras admira el vaso que contiene la mitad de whisky que hace treinta segundos.

Ambos tienen a sus ojos entretenidos en el museo atemporal de la memoria, contemplando figuras de tiempos indefinibles y dudosos, días soleados que no se ven ahora en el horizonte... e imágenes de enfermedad.

- ¿La veía el doctor? - pregunta el hombre luego de apagar el cigarrillo que no sabe cuando se consumió.

- Creo. - responde el otro - Tengo entendido que seguía yendo. Estuvo internada, ¿sabes? Pero costaba demasiado, y sufría decían, y en el Moyano no la iban a poner...


- ¿Por qué un tren...? - pregunta al aire uno, como lamento y no como queja, luego de horas que solo fingieron pasar mientras el lugar se inundaba en melancolía - Terminar así...

Uno toma el vaso gris y bebe el resto del whisky sin sabor, el otro fuma y siente polvo en la boca, pero ambos siguen con su vicio de descarga. Esporádicas imágenes pasan al azar frente a sus ojos, desde abrazos hasta discuciones y llantos y gritos de bronca. En la memoria hay color, en el mundo no. La memoria sabe dulce. La memoria es cálida, es cariñosa. Te abraza. Te reís con ella. Lloras con ella.

- La memoria es irreal. - dice uno, y es aceptado por el otro.

Termina el cigarrillo. Traga el último sorbo de whisky.
Llegan al lugar donde la gente devastada se reúne con atuendos negros.

- Lo peor que tiene la idea de la muerte - dice uno a su mente, mientras ve el cajón cerrado y asegurado - es la cantidad de dudas que trae, hijos nefastos de los que todos nos asustamos al verlos o al encontrarlos en lugares o momentos inesperados. Nadie se pregunta nada hasta que no llega la idea de muerte, y esto nubla todo ideal, pudiendonos llevar a decisiones equivocadas... Si tan solo fuera posible ser objetivo... Si la muerte no envolviese todo con su sombra gris...

Deja la rosa y se va.

lunes, agosto 10, 2009

Seirến

La carabela se balanceaba a babor y a estribor sin rumbo fijo entre las olas salvajes creadas en la tempestad. El diluvio era perpetuo y titánico, y junto con las olas más grandes que hayan existido en los mares, se formaba un despiadado intento por destruir el barco herido.
Cada segundo era interminable y destructivo para la embarcación. La tripulación intentaba sostenerse, pero con el paso del tiempo y de las olas feroces sobre la cubierta, pocos lo lograban y el resto caía al mar para ser arrastrados hasta el fondo del suelo marino, donde tenían lugar los más tenebrosos monstruos de la naturaleza. El capitán ordenaba que resistieran, pues el dolor y el terror valían la pena al pensar en lo que podían atrapar, la idea de llegar a
Su isla valía cualquier precio... El capitán era un hombre de tez recia y áspera, su abundante cabello cano enseñaba su edad madura y le daba un aire de sabio misticismo que, junto con su ruda manera de ser, lo convertían en un lider incuestionable.
No debía de ser más del mediodía, pero en aquel lugar perdido del océano era la mas terrible noche, la oscuridad reinaba en ese infierno acuoso y frío, y en el agua y en el viento se percibían sensaciones anormales. Todos los tripulantes sentían que eran observados pese a estar acompañados solo de agua, y algunos empezaron a oír voces. Voces dulces, voces suaves. Voces melódicas, armoniosas. Voces cálidas, hermosas, celestiales.
Pasaba el tiempo y el clima, con lentitud, mejoraba. La tripulación sobreviviente - no mas de una decena de personas- estaba dichosa, mientras que el capitán, no. El capitan temía más que nunca.

Los hombres empapados celebraban y rezaban a medida que el barco dañado seguía avanzando con solo un mástil luego de la batalla contra la tormenta en la que salieron victoriosos. Las voces también se hacían más claras y parecían estar más cerca a cada instante; parecían unas mil voces formando un coro perfecto, unos seres santos y mágicos que venían a ayudar a unas personas que habían sufrido tanto. El capitán estaba enterado de esto y viró hacia otra dirección, tratando de resistir el encanto de las voces. La tripulación lo notó, y sin la necesidad de comunicarse, todos juntos se amotinaron. Ataron al capitan al único mástil, y se dirijieron hacia las voces perdiéndose en la inmensidad desierta e inexplorada del mar.
Todos los hombres sonreían menos el capitán, que vociferaba con su voz ronca y tuvo que ser amordazado.
La carabela avanzaba sobre el agua más calma que hayan conocido; no causaban ondas en la superficie y ni los peces se animaban a dañar esa paz repentina. Solo en la mente del capitán persistía el recuerdo del limbo anterior.
Llegaron hasta un punto en que las voces llenaban el aire y los corazones con su armonía. El viento dejó de soplar y se quedaron varados, pero a nadie parecía importarle.

Un movimiento en el agua. Todos escucharon el pequeño murmullo de un cuerpo nadando en la superficie, y todos fueron a ver.

Unas mujeres hermosas nadaban desnudas en el agua con sensuales movimientos, y mientras nadaban, de sus labios salía ese divino canto de amor empíreo. Los hombres las miraban con deseo incontrolable propio de los marinos, pero a la vez tenían los ojos llorosos por observar y escuchar tanta belleza. Poco duraron los hombres a bordo del barco, todos se tiraron de cabeza al mar, sin poder resistir ni desperdiciar el llamado de esas mujeres. Cuando el último de la tripulación dejó la cubierta, ellas sonrieron con malicia. Dejaron ver sus dientes filosos y desproporcionados, y nadaron hasta los hombres con hambrienta necesidad.

Una masacre sangrienta tuvo lugar en esa oculta región. Los hombres se consumieron en terror al ver el rostro de esas mujeres sufrir metamorfosis repulsivas e incondedibles: cada una se transformaba en un engendro horrible, con una boca que crecía a medida que se acercaba a su presa hasta parecer una boca de tiburón o tal vez mayor, y todos vieron su error principal cuando, al sumergirse la primera de esas mujeres asesinas, debajo de su cintura observaron como una verde azulada capa de escamas formaba una aleta enorme que las impulsaba. Eran sirenas.

Ninguna tenía idea de la existencia del capitán, y por eso cuando terminaron su banquete, se fueron. El único ser vivo que quedaba sobre la carabela había visto a los hombres tirarse al mar, trató de detenerlos, pero no podía hablar, y aunque hubiera podido, sabía que ya estaban bajo el encanto innegable de las sirenas; luego escuchó los gritos y aullidos de terror de sus hombres, junto con el chapoteo que hacían al resistirse, pero sobrevivir ya era imposible.
En poco tiempo, el mar volvió a ser el mar: las olas volvieron, el viento sopló de nuevo, y el barco con solo el capitán a bordo empezó a moverse. Éste pudo escapar de sus cadenas y tomó el control del barco. Sin tripulación era imposible seguir con el viaje que había planeado al zarpar, la isla que había visto volvía a ser solo una fantasía lejana, ahora la cuestión era volver a la civilización y encontrar la salida de mundo de seres mágicos y peligrosos.

lunes, agosto 03, 2009

Futuro sombrío

La calle estaba vacía, ni un alma rondaba la manzana. El empedrado, las baldozas y las casas, todo de color gris, daba un resplandor triste y desolado. Dos personas que venían de lados opuestos se iban a cruzar pronto en una esquina allí cerca.

Las dos personas que esperábamos aparecieron a la hora en la cual habían acordado.
Uno llevaba un sobretodo marrón claro y la otra persona otro igual pero más oscuro, aunque todo se veía gris a las luces de los faroles. Otros compañeros y yo estábamos buscando a los neomarxistas subversivos traidores a la patria, y nos habíamos infiltrado en una de sus redes. Fue increible la valentía del compañero García para poder soportar la companía de esos homosexuales y liberales, pero gracias a su esfuerzo habíamos descubierto a estos dos delincuentes que pretendían una revolución en nuestra buena tierra.

El hombre de sobretodo oscuro llegó a una esquina donde había un farol dubitativo y palpitante, y dobló en un callejón; el de sobretodo claro miró sobre su hombro antes de hacer lo mismo.

Habíamos encontrado una de sus guaridas mas importantes. Se decía que allí se almacenaban materiales imprescindibles para la doctrina comunista, y eliminar aquel lugar de morbo y decadencia era vital.

Ambas personas entraron por una pequeña puerta corroída por la humedad, aún sin hablarse ni mirarse. Una vez dentro, sin prender las luces, atravesaron con dificultad un cuarto atestado de libros; en las paredes, en los muebles y hasta en el piso, apilados de forma desprolija, había obras de diferentes autores como Shakespeare, Platón o Poe, obras religiosas como Biblias o el Corán, y textos científicos como "La creación del Universo" de Hawking o "El origen de las especies" de Darwin; en fin, libros que se salvaron de la última quema organizada por la policia.

Los compañeros empezaron a movilizarse. Dos decenas de nosotros estábamos en la calle, en la esquina, esperando la señal del jefe, que se encontraba en el techo de enfrente a la guarida de los delincuentes, observando todo. Poco a poco nos fuimos acercando en silencio al lugar donde se encontraban los traidores, con nuestras armas sin el seguro y con nuestras camionetas listas para llevarlos presos, aunque eso era poco probable que sucediera...

Los dos hombres llegaron hasta una habitación en la que sí podían hablar, pero la conversación fue corta y concisa.

- Están afuera.

- Sí.

Con un instrumento partimos la puerta y yo fui uno de los primeros en entrar. Chocamos todos con unas cosas de papel, creo que se llaman libros, hacía mucho que no se hacían de esos y tener alguno sin permiso expreso del Gobierno era un delito grave, y por lo que me contaron luego, eran libros muy peligrosos. No entendí como unas cosas de papel con letras podían ser peligrosos, pero no me pagan por pensar. Tiramos y pateamos todos los libros que nos cruzamos, pero luego vimos que eran demasiados y pedí que trajeran combustible. Entramos en otra habitación, y ahí estaban los traidores, sentados uno al lado del otro, sin hablarse. Tanto asco me dieron esas dos cosas ahí sentadas que con mis compañeros no pudimos contenernos y los golpeamos con furia y repugnancia. Uno quedó inconciente, el otro seguía con la mente enfocada (si es que esos cerdos pueden tener una mente y no un envase de diabólicos mandados.)

Los dos hombres fueron golpeados brutalmente. Huesos rotos tenían por montones, y parecía haber mas sangre en el piso que en sus cuerpos. Sabían que los estaban vigilando, era muy dificil no ser perseguido, hicieras algo en contra del Gobierno o no, y no se podía zafar por siempre: tenían gente en lugares públicos como plazas y hospitales, ni hablar de las iglesias, sin contar los micrófonos que ponían las empresas de cable y de teléfono en el momento de la instalación. Todo el mundo era vigilado, en todos lados había ojos, en todos lados había oídos.

El jefe vino. Dejó solo a unos cuantos de nosotros y nos encargó rociar el lugar con los bidones de gasolina que yo había pedido. Algo risueño, cumplí con mi deber ciudadano de seguir las órdenes, y mi orgullo fue mayor cuando el jefe me habló: "Dame lo que te queda" fueron sus palabras. "Señor, sí, señor" fue mi respuesta nerviosa. Luego dirigió unas palabras a los infrahumanos que estaban tirados en el piso.

- ¿Cuando aprenderá la gente como ustedes, subversivos de mierda, el orden de las cosas? ¡¿Quieren hacer a todos como ustedes, comunistas, rusos hijos de puta?! - dijo mientras rociaba a los delincuentes - ¡Esto es lo que se merecen!

El jefe de policía echó la gasolina que quedaba a esos dos hombres, y cuando sus lacayos salieron, fue él quien tiró su cigarrillo y comenzó el incendio. Llamas azules comenzaron a devorarlo todo. Enseguida los libros ardían junto con la casa, y los dos hombres heridos gritaban y aullaban al sentir al fuego consumir su carne. El jefe y los policias observaron el espectáculo con asombrado regocijo. Fue el final de dos personas cuyo único delito fue ser amantes de los libros.

Todo se quemaba, todo se volvía negro y mas pequeño, y los hombres gritaban y se retorcían con gestos del más terrible dolor mientras de su boca salía un líquido espeso y desconocido para mi, y sus ojos se derretían... en fín, algo hermoso. Entre sonrisas y congratulaciones fuimos hasta una patrulla, satisfechos con haber cumplido nuestro deber y haber mantenido la ciudad a salvo. Es un privilegio y un honor servir a la sociedad de esta forma.

sábado, agosto 01, 2009

El peor destino (el Caminante IV)

Caminaba por el sendero de tierra cuando una bandada pequeña de gorriones pasó apenas sobre él. Sonrió al verlos proyectarse por el aire, pero tal sonrisa se le esfumó al ver que el vuelo era nervioso y alarmado. Llegó a la curva y dobló por ella, pronto llegaría a la cabaña por el camino más bello que conocía y el que a la mañana había sido una bendición...

Un momento de duda. ¿Un detalle, tal vez?. No, más que eso. Se detuvo. Algo estaba mal. No estaba así. No podía estar así. ¿Los árboles giraron contra él? ¿La naturaleza acababa de decidir que lo detestaba?

- ¿Qué cambió? - dijo al aire petrificado, diferente del que había estado sintiendo.

Una gota solitaria nació en su nuca y bajó por su espalda, contagiando a su cuerpo la densa tensión del aire. Un viento animal apareció de repente para sacudir todas las hojas de los numerosos árboles, creando un sonido extraño y perturbador de campanillas creadas a base de flores muertas que logró transformar su preocupación en miedo.

- ¿Qué... qué cambió?...

"¿Estaba nublado recién?" se preguntó. Le parecía que no, pero debía de estar equivocado. El cielo estaba carbonizado a pesar de que recordaba con claridad la tibieza del Sol en su rostro hace minutos, cuando no lo tapaban los árboles del bosque. ¡Por Dios, tenía la gorra puesta, había Sol segundos atrás!. Recordaba también hace solo un rato el calor cómodo y clásico del final de la primavera, donde el verde es el más vivo de los colores, y de repente todo se había vuelto gris: comprendió que las flores y los árboles, lejos de querer infundirle miedo como había pensado, también sentían el profundo terror del ambiente, él y toda la vida de allí estaban siendo víctimas de algo innombrable y maléfico.

A la distancia, un ligero ruido acompasado. Una rama se rompió no muy lejos de aquel hombre. Tuvo frío. Empezó a tiritar.

Los segundos se negaban a pasar. Lo único que podía escuchar era el golpeteo de sus dientes por el movimiento de sus mandíbulas y los golpes apresurados de su corazón que temía no volver a latir. El viento había escapado, al igual que el aire; los animales e insectos la mayoría había muerto. No sabía como, sólo lo sabía.
El ruido acompasado de nuevo, más cerca. Ni su corazón se animó a opacar a ese ruido, a esos pasos cada vez mas cercanos...

Y apareció. De entre los árboles sin vida surgieron todos los miedos del hombre. La soledad estaba allí, junto con la locura, y junto con la desesperación, el abandono, el pánico, el terror, la muerte. Todo estaba allí, rodeado de sombras que ese ser expandía a su placer.

Del ente que salió del bosque, lo primero que vio fue su cabello rojo de tenebrosa concepción, que caía por su nuca, era encerrado en su cabeza por un sombrero negro chato, y que chocaba con una campera de cuero oscuro en el final, pero lo mas notable era la palidez mortal y la macabra expresión de su sonrisa, intimidante como nada más en el mundo.

La criatura sobrehumana enfundada en cuerpo de hombre lo observó unos instantes, y él hombre, a pesar de que no podía ver los ojos de eso por la poco casual sombra que tapaba parte de su rostro, sentía que la mirada no se centraba en su carne, sino que se centraba en su alma, que estaba indefensa contra el depredador que la observaba.
Adelante en el camino había algo irreal, algo que las leyes del universo no deberían permitir: una criatura irreconocible, poderosa, oscura, sin forma y recluida en un cuerpo que no envejece.

- Me dicen "El Caminante de Ojos Negros..." - dijo la criatura.

El hombre comenzó a llorar en silencio mientras su vida se deformaba poco a poco. Quiso suplicar pero no tuvo valor, no era capaz de atreverse a formular una pregunta, ni siquiera una tan miserable. Solo quería morir rápido, que la tortura acabase. Pero no tuvo esa suerte.

- Te necesito - dijo de nuevo el ente - y vas a acompañarme.

- Sí, lo acompañaré...

- Por siempre.

-
Por siempre.

Era imposible resistirse, la primer palabra ya había roto el vidrio fino que protegía su cordura, y las demás terminaron por destrozar su sentido de la realidad y de lo imposible.
Estaba condenado.

La criatura se acercó, y el hombre que había existido en ese envase llamado cuerpo se perdió para siempre, quedó acorralado en su propia mente sin ni siquiera tratar de escapar porque sabía que afuera estaba eso, quedó encerrado viéndolo todo sin poder ser obedecido por sus propios músculos, viendo a eso que lo dominaba por completo.

El único destino peor que la muerte era el suyo.

lunes, julio 27, 2009

Amor y sensualidad

Es un aire de amor y sensualidad. Los que la han visto reconocen entre las cortinas de su memoria el aroma a romance soñado que nunca ocurrió, y recuerdan el aura nívea de belleza que dejó en cada lugar por el que deambuló su encanto.

Es la verdadera combinación entre la ternura que brotan de las flores silvestres criadas por la naturaleza de los bosques, hermosas e indefensas para cualquier ojo capaz de sentir, y el deseo pasional y lujurioso capaz de generar por la mujer ideal, la mujer fantástica y perfecta que no existe, pero lo existente más parecido es ella, que camina con la gracia de la persona que aparenta sin soberbia conocer el mundo tal cual es, y por la que muchos darían hasta lo que no tienen, y todo en ella forma una neblina de colores en la que es posible la felicidad completa.

Es ladrona de mis suspiros cada vez que beso su piel tersa de algodón y seda, y dueña de mi alma, que parecía marchita por viejos errores y desamores que cicatrizaron pero nunca pudieron sanar. Es portadora de una hermosura que asombra y enceguece por su claridad y por su luz, que llega desde universos donde todo posee paz armoniosa que resplandece a través de sus ojos y de sus sonrisas. El paisaje de su cuerpo desnudo, puro e inmaculado como arena de playas inexploradas, es capaz de llevarme a la mas sensata locura humana, y de llevar el Sol a mi piel, que arde y quema sin dolor alguno.

El cosmos inimaginable se encuentra en esos ojos que parecen marrones pero que tienen oculta a todas las galaxias y todas las constelaciones, de allí la profundidad de su mirada; las frutas mas sabrosas y dulces, todas se conspiraron para juntarse y formar el par de labios mas exquisito que existió jamas: los suyos. Las curvas de su cuerpo, colinas de oculta estimulacion, esconden los placeres mas sagrados y aún no reclamados por el hombre, pues ninguno ha sido capaz de llegar a ella.

Ninguno jamás, hasta hoy.

Recorrí el cosmos hasta los lugares mas indefinidos, probé las mayores delicias existentes una y otra vez, acaricié y mimé su piel tersa de algodón y seda durante horas, profané con permiso de su divinidad las colinas de su cuerpo, caminé y floté en la niebla de colores, y fui feliz.

jueves, julio 23, 2009

La criatura de la noche

Se despierta intacto, rejuvenecido; el tiempo de la recuperación terminó y se siente nuevo por primera vez en siglos. Sus músculos sin sangre exigen alimento, y en su cuerpo resucita una fiebre hambrienta que fuerza una reacción iracunda de su corazón inhumano.
Con un movimiento corto y rápido de sus manos empuja las tablas que lo aprisionan, y las manda a volar como polvo en el viento de la noche sin estrellas ni Luna. Resurge de la muerte, se incorpora una vez mas a la tierra de los hombres, deja el mundo en el que antes se había adentrado sin desearlo y que se había ganado su odio e incluso su miedo.
Mira alrededor y se da cuenta que está en una necrópolis; cruces de piedra y cemento se alzan de la tierra, con la dignidad necesaria para querer rasguñar y atrapar la libertad de la que alguna vez gozaron los hombres convertidos en cadáveres descompuestos que se encuentran en las criptas cerradas para siempre. Él era el único que se levantaría, de todos ellos, para volver al mundo; poderoso, inmortal y monstruoso.

Aprieta sus puños envuelto en su propia ira hasta clavarse las uñas en la carne, sin sangrar. Sus mandíbulas se cierran con brusquedad y empieza a temblarle el cuerpo presa de la excitación de la cacería que se acerca segura como el Sol que aparece cada mañana.

De su espalda, junto con crujidos de sus vértebras, el desgarramiento de su carne y el rompimiento de su piel, se desprenden dos alas, compuestas por varios cartílagos largos, duros y flexibles, unidos por una membrana transaprente y resistente aunque de falsa fragilidad.

Corre unos metros y salta otros tantos. Sus alas lo elevan, y el viento, ademas de transportarlo a gran velocidad, le provoca una sonrisa que estremecería a cualquier ser viviente. La cacería se encuentra tan cerca que casi puede sentir en su lengua la textura delicada y preciosa de la sangre, y el tanto pensar en ese elíxir que necesita con urgencia le provoca la promiscua salida de cuatro colmillos enormes y afilados. Los muestra al viento mientras se acerca a un pueblo anónimo e inocente, pero que sufrirá de una maldición tan antigua como el primer hombre.

El vampiro se acerca y no existe escapatoria alguna.

viernes, julio 17, 2009

El encuentro con Caronte

Había terminado de leer un libro antiguo de casi seiscientas páginas y tapa dura, impreso hacía mas de ochenta años, y necesitaba guardarlo de donde lo había sacado. Tomé la escalera con las pequeñas ruedas deslizantes, y fui de una punta a la otra de mi sala biblioteca. En el noveno estante del mueble de la pared sur estaba el hueco para ese libro, y pese a que el médico a mi edad no me lo recomendó, subí por la liviana escalera. Con casi setenta años cumplidos, puedo entender que esto que me pasó fue una advertencia del destino, tengo la suerte de ser uno de los avisados... pero en fin, sigo con la historia. Subí escalon por escalon con el pesado libro hasta que, cerca del final, resbalé. Intenté con mis manos sostenerme, pero no pude. Caí tres metros y medio y aterricé de espaldas. Sentí el crujido de cada vértebra, el dolor punzante y ardoroso que llevaban mis células nerviosas por todo mi cuerpo, y no tuve la posibilidad de gritar antes de que todo se volviera negro.

Con la certeza de estar muerto, desperté en un lugar oscuro y húmedo, tal vez una cueva. Cerca se oía agua fluyendo. Me levanté sano, sin recordar el episodio de la biblioteca, sin recordar nada en absoluto; me dirigí entonces hacía el sonido del agua, y enseguida encontre un río. Era ancho como ninguno en la superficie - puedo decir con seguirdad que estaba bajo tierra, en alguna caverna subterranea de inimaginable antiguedad - y en el centro del río se formaba una vorágine, un remolino impetuoso que continuaba todo a lo largo hasta donde se podía ver. El lugar y el río no me causaban ninguna simpatía, era un lugar sin luz, pobre, se respiraba humo y carbón, había suciedad en el aire y misteriosos seres que caminaban cerca y lejos mío a los que no podía ver, cosas en el agua que producían el molesto ruido del chapoteo y unos gritos que le ponían a uno la piel de gallina, y llegaban susurros de todas partes, como innumerables suspiros que una brisa siniestra llevaba consigo.

No duré mucho observando el atemorizante paisaje, ya que una canoa arribó a mi orilla. En la embarcación había una persona, un anciano raquítico, enfermo, con barba canosa y sucia que le llegaba hasta el fin de las costillas, y con pelo largo que le llegaba hasta su cintura; era alto pero estaba encorbado, y poseía unos ojos salientes, blancos en su totalidad con solo una ínfima pupila del tamaño de un alfiler moviéndose de un lado para el otro con signos de demencia.

- Mi nombre es Caronte, debes darme una moneda si quieres que te lleve al otro lado - dijo el anciano, sosteniendo un remo aún dentro de la canoa.

No dudé de como ese anciano podría llevarme al otro lado, porque sabía que podría, pero lo más importante era que sabía donde me encontraba: estaba con Caronte, y pretendía llevarme al otro lado del Aqueronte, en el reino de Hades.

Antes de que pudiera contestar, el anciano golpeó furioso con el remo a una de las cosas del agua que intentaba subir a la embarcación, y en su semblante se mostraron unos dientes pálidos y podridos, y de esa boca escapó una voz gruesa acondicionada a la perfección para la acústica de la caverna.

- ¡Nada, nada hasta el otro lado, ladrón, impostor, nada durante cien años! - dijo el anciano, y durante un tiempo indeterminado, el eco del lugar aún mantuvo sus palabras vivas.

Ahí pude ver que las cosas del agua eran personas, hombres, mujeres, ancianos, que se ahogaban en el poderoso río que todo lo arrastraba menos la preciada barca de Caronte.
Los rostros sin ojos y las bocas sin lengua, sumados a la piel arrugada y desprendida de los cuerpos, causaban una repulsión total y a la vez una pena demasiado grande para describirla.

Caronte me miró y no pude hablar. Ese hombre era responsable de todas las personas que morían sin morir en el río, era responsable de todas las personas que sentían como sus pulmones se llenaban siempre más, como si no tuvieran una capacidad limitada, y el dolor de esas personas iría siempre en aumento hasta llegar a la infinita agonía. Era un castigo imposible de soportar, y el portador de esos ojos lunáticos era el culpable, pero obedecía a Hades, era un responsable obligado, y a la vez otra víctima.

- Tú te marchas - me dijo Caronte - no perteneces a este lugar aún.

Me dio la espalda, puso un remo en el agua, empujó y se marchó.

- ¡Espera, me tienes que llevar al otro lado, espera! - grité horrorizado al pensar en sufrir el mismo castigo que la gente del agua - ¡Te pagaré, lo prometo, llévame!

- No, hijo - me contestó - no te vas ni al agua ni te llevaré.

Iba a gritar algo más cuando sentí como unas sombras nacían a mi alrededor y tomaban forma física, levantándose del suelo hasta ser cuerpos de sombra. Grité con terror al ver que los cuerpos de sombra se avalanzaban sobre mí, hasta que me taparon la boca, me taparon los ojos, y todo desapareció.

Cuando abrí los ojos, vi cielo y vi personas. Un hombre con pantalon y camisa verde me preguntaba cosas. Era un doctor, y me estaban metiendo a la ambulancia. El horror había terminado.

Ahora conmigo siempre llevo una moneda, por si llega el momento de irme y tenga un nuevo encuentro con Caronte.

lunes, julio 13, 2009

La Muerte Helada

Mirando hacia adelante solo podía ver su blanca respiración y el cielo indiferente y más lejano que nunca, que se mezclaba con la próxima colina a tal punto que no sabía donde terminaba uno y empezaba lo otro. El sendero era visible, único, marcado con fervor ancestral por los témpanos existentes a ambos lados que dejaban solo ese resquicio para caminar hasta Dios sabía dónde, pero no le quedaba otra alternativa: por el accidente y el frío, era la última persona de la embarcación con vida.

A pesar de tener todos los abrigos de sus compañeros fallecidos, el aire glaciar se hacía notar en su piel hasta congelarla y entumecerla, dejándola dormida en un sueño preparativo para la Muerte Helada que lo estaba siguiendo por ese camino desde que lo inició. Creía escuchar sus pisadas, el crujido que hacían sus husudos pies al posarse sobre la nieve, y el sonido fugaz que hacían al andar sobre el hielo.

El hombre se dio vuelta rápido para observar por un instante un destello más blanco que todo alrededor, algo brillante que era bordado por un aura roja, y sabía que esa era la Muerte Helada, que lo seguía incanzable e indestructible.

El camino ascendía como una colina montañosa, y empezó a cansarse. Las piernas acosadas por el frío no podían cumplir con las órdenes del cerebro agobiado, y avanzó con creciente lentitud hasta casi frenarse por completo. No recordaba la última vez que había dormido, no recordaba haberse sentido tan cansado, y pensamientos así se sumaban a su mente, hasta que el sonido cercano y permonitorio de una pisada le renovó el espíritu.
Un gruñido se escuchó en el gélido desierto cuando aceleró y pudo escapar de la Muerte que se había dejado oír por primera vez. El hombre gritó de dolor cuando unas garras níveas destrozaron su espalda y sus abrigos, pero se pudo mantener en pie y continuó con su escape ensangrentado.

Ella lanzó otro gruñido, esta vez mucho mas alto, para que llegara al alma del hombre, que entendiera que no había salida, que del páramo congelado no iba a escapar, provocó una avalancha gigantesca: desde ambos costados se escuchaba el nival armamento que la Muerte Helada había lanzado.

El hombre corrió con toda la energía que pudo y llegó hasta el final de los dos témpanos. Se desvió hacia un lado y, sin parar de correr, miró hacia atrás, y vio la avalancha que se acercaba reptando hambrienta.

Pero de repente la avalancha frenó. El hombre, ensimismado, miró la nieve que había dejado de avanzar de forma tan drástica sin entender. Luego miró hacia arriba, hacia la cima del témpano y comprendió que había sido todo un juego, pues allí estaba ella: una figura fantasmal, más blanca que la nieve y las nubes, más terrorífica que un monstruo indecible, más astuta que cualquier ser viviente, más antigua que cualquier civilización milenaria, allí estaba la Muerte Helada, de la que nadie podía escapar.

viernes, julio 10, 2009

La pintura

- Sí, estoy cerca... Walter me dijo que vea los cuadros de este tipo, que los quiere... Me dijo que eran especiales, que cuando se los miraba cambiaba la realidad y la verdad, cosas así, no sé... Sí, bueno, después te llamo... Cuidate, abrazo.

El hombre de traje cierra el celular al tiempo que llega a destino: una casa grande, amplia, de por lo menos dos plantas y un ático, con un jardín principal deteriorado y descuidado, con maleza y demas yuyos gobernantes y restos de basura como si fueran adornos que reemplazaran a los enanos de jardín; una reja oxidada que llega hasta la cintura cubre todo el frente. Al no haber timbre, el hombre de traje, luego de un corto período de temores y dudas, empuja la reja y avanza por unas baldozas carcomidas por el pasto que eran el único sendero posible en aquella pequeña amazonia.

Al caminar enfoca su vista en la casa y la nota también desgastada, casi en ruinas, con grietas en sus poros rojos de ladrillo y suciedad acumulada en los ventanales que no dejaba ver el interior.

Llega a la puerta y golpea una, dos, tres veces, y espera una respuesta. Nada. Vuelve a golpear: silencio. Por la tardanza mira con aire distraido al jardín para a los pocos segundos ver entre los altos pastos a una rata del tamaño de una pelota de rugby, roñosa, gigante y feroz como un león hambriento. Su piel se enfría, sus vellos se erizan como astas y el pavor fóbico que experimentó desde la infancia lo obliga a entrar en la casa apurado, sin pensarlo.

Al entrar se da vuelta y ve la puerta cerrarse, dejando afuera a la bestia repugnante en su mundo repugnante. Con su vista aún fija camina de espaldas sin notarlo por un pasillo iluminado por un halo de luz, hasta que con su espalda choca con algo.

El contacto no buscado lo hace gritar. Con sus ojos casi fuera de sus órbitas, salta por instinto hacia adelante a la vez que se agacha y da vuelta para ver con que se topó. Un nuevo grito se alza por sobre el anterior, más potente, más profundo, y el eco se desplaza por cada cuarto de la casa con potencia invasiva.

Los ojos no le fallan al hombre de traje: lo de que cuelga ahí arriba es un cadáver.

Los ojos tampoco le fallan al observar la piel del difunto, gris, casi incolora, ni tampoco le fallan al observar los ojos, insanamente fuera de las cuencas, ni tampoco al observar la lengua, con signos claros de descomposición y demasiado fuera de la boca, sobre una abundante barba canosa por la que caminan arañas y moscas impunes.
El olor despedido por el cuerpo lo hubiera notado al entrar si no hubiera estado tan inquieto, porque el aire fétido que respira dentro es desgarrador para las entrañas.

Al mirar mas arriba ve la soga, camuflada en un sinfin de telarañas unidas que forman una inmensa, y la viga húmeda pero resistente.
Ese hombre era el que venía a buscar. Lo encontró.

Se pone en cuclillas, de espaldas al hombre que yace colgado. Apoya los dedos de una mano en el piso para mantener el equilibrio y tratar de mantener al almuerzo enjaulado dentro de su cuerpo, pero no lo logra. Se levanta tambaleante y choca con una mesa. Una cosa de forma cuadrada cae al suelo, tapada por una funda que en la caida se corre y deja ver una parte de una pintura surrealista de colores opacos.

Un encantamiento aprisiona la mente del hombre. De repente se le crea una adicción, una obligación física, una necesidad mental de ver el cuadro. Respira pero no siente el olor del cadáver, no siente nada, ni miedo, ni preocupaciones, solo tiene la necesidad de ver el cuadro.

Lo necesita.

Estira el brazo y toma con excesivo cuidado la pintura. Sus ojos fueron reemplazados por otros, por un par de ojos lunáticos y enfermos, se nota en su mirada sin alma que todo cambió.
Toma la pintura con sus dos manos y la pone delante de su rostro para admirarlo, y lo hace, y rie, rie a carcajadas.

domingo, julio 05, 2009

La decisión

Duerme tranquilo. Sus ojos cerrados y su respiración amena así lo indican. Yace sólo con la sábana sobre su piel en la cama matrimonial del otro lado vacía.

La mujer hermosa con la que compartió la cama está de pie frente a la ventana, mirando sin ver, con una bata sobre su cuerpo, un cigarrillo en su mano y una razón para matarlo.

Un trabajo como el de ella no es para cualquiera, hay que ser fuerte, resistente, se necesita una mente entrenada con la capacidad de soportar la culpa y la condena, y ella tenía muchos remordimientos que cargar. Nadie la conoce ni conoce su pasado. Tiene un don para fingir, para mentir, y lo usó en todo pasaje de su vida.
Nadie pudo nunca saber quién era, qué era, qué buscaba.

Su cartera está arriba de la mesa, y allí dentro, en un fondo falso, residen cinco documentos diferentes y un arma pequeña, una Smith & Wesson nueve milímetros que toma sin hacer el menor ruido. El arma está lista, ella debe estarlo.

Comete un error: regresa a la cama y ve a la persona, no al negocio, y eso es lo peor que puede hacer. Acaricia su pelo, su frente, sus mejillas, sus cejas. Ve al pobre hombre que engañó con sus juegos seductores y que había estado predispuesta a matar.

Acaricia sus labios, y el hombre en sueños se los besa.

La mujer llora, y al hacerlo usa el silencio connatural del intruso, del espía, de la muerte sorpresiva e injusta que trae consigo.

Duda en cumplir con su trabajo o no. Si se deja llevar por sus sentimientos, seguramente se convertirá en presa de la gente a la cual falló, y de la que sería muy difícil escapar; y si cumplía su tarea, no podría soportarse. Si fallaba, sería asesinada; si cumplía, contemplaba el suicidio.


Se decide.



Al sentir las primeras luces de la mañana, el hombre se despierta. Solo, sin su acompañante. Al levantarse ve, sobre la mesa, una nota. "Me cambiaste la vida" dice.
El hombre la lee extrañado, con la certeza de que significa algo importante.
Nunca supo que esa hermosa mujer estuvo a punto de acabar con su vida.

domingo, junio 28, 2009

El castigo del Destino

- ¡¿Qué es esto, qué me está pasando?! - gritaba el ángel desde el cielo, donde solía volar implacable.

En un vuelo demencial guiado por el dolor, la mujer iba de un lado al otro con velocidades sorprendentes y ritmos cambiantes; su cuerpo afiebrado temblaba y se retorcía, y sus gritos se oían con plena claridad en toda la llanura.

- Sé lo que te pasa - le dijo un hombre que estaba sentado en el pasto con aire solemne, sin siquiera mirarla.

La mujer desde los cielos lo miró, y gritó en viva voz unas palabras inteligibles que el hombre no se esforzó en entender.

- ¡¿Quién... sos?! - le preguntó la mujer con esfuerzo doloroso.

El hombre, sin mirarla, respondió.

- ¿Importa eso ahora? ¿Es que en tu agonía te importa mi nombre, o quieres saber otras cosas, como por ejemplo, qué es lo que te pasa?

La mujer continuó con sus gritos agudos y su sufrimiento horroroso, hasta que pudo volver a juntar la fortaleza para poder hablar.

- ¡¿Qué... me pasa?!

- Tus alas - contestó el hombre - se estan cayendo.

Al instante el ángel supo que el desconocido tenía razón, y además del dolor, una desesperación profunda como los abismos se abría en su cuerpo hasta el centro mismo de su alma. El núcleo de su ser se transformaba, y comenzó una metamorfosis que culminó en efímeros segundos.
Se encontraba en el aire cuando sus álas se transformaron en polvo y se deshicieron.

El ángel descendió a la tierra.

Cayó en medio de la angustia, el miedo y la tristeza. Estaba segura que sus huesos se partirían al caer, y que no viviría para surcar los cielos ni rebajada a la tierra de los humanos.

Cuando la Muerte la tenía entre sus garras, se la arrebató aquel hombre, que la tomó entre sus brazos antes que tocara el suelo. Por el impulso, ambos terminaron en el suelo, rodando en el pasto.

El hombre se incorporó primero, palpó el cuerpo de la mujer en busca de signos vitales que pronto encontró.

- ¿Estás bien? - preguntó preocupado el hombre.

- ¿Bien? - contestó la mujer, sana pero entristecida.

Ambos permanecieron sentados uno cerca del otro, sin verse ni prestarse atención, hasta que cerca del atardecer, la mujer habló.

- ¿Ahora me podrías decir quien sos?

- Soy la persona que te salvó, y una persona que sabe. - respondió enigmático.

- ¿Cómo sabías que me pasaba? ¿Sos un ángel? ¿lo fuiste alguna vez?

- Lo fui, - dijo - y sé por qué te desterraron, y por qué me desterraron a mí.

- ¿Por qué me desterraron? - preguntó la mujer, ahora con su vista fija en él.

Tardó en responder solo para que la caída del Sol tapara mejor su rostro. En el límite de la paciencia de la mujer, habló de nuevo.

- A vos, por tus mentiras. Siendo un ángel, mentiste una vez, y con tu segunda oportunidad, mentiste de nuevo.

La mujer comenzó a llorar desconsolada. Era cierto, había recaído en la mentira. Trataba de engañarse en su mente al decirse que no sabía por qué lo había hecho, pero era claro que había elegido ese camino, y que le había fallado su bondad.

El hombre, por su parte, permaneció indiferente, y la mujer lloró sola.

- ¿Por qué estás acá? - preguntó cuando sus últimas lágrimas se estrellaban en el pasto como casi lo hacía ella.

- Porque hice algo que no era supuesto que sea.

- ¿Qué hiciste?

- Quise cambiar el Destino.

La mujer quedó asombrada. Un interes repentino por el hombre la poseyó, y se dio cuenta de que no había podido ver su rostro. La intriga por verlo la abrazaba, sentía que era algo más que un mortal y a la vez algo diferente de un ángel, era la criatura en la que ella se había convertido.
De forma inesperada, el hombre volvió a hablar.

- Vi algo... que me insitó ir en contra del destino.

- ¿Qué viste? - dijo en medio de una gran confusión la mujer.

- Te vi a vos. Te vi caer y morir.

- Pero... vos me salvaste, cambiaste el Destino. - dijo la mujer sin lograr entender.

El hombre sonrió por breves instantes. La mujer vio la sonrisa y se sintió alegre por primera vez desde que estaba condenada a no volar, y triste al apreciar la desolación que ese gesto escondía.

- ¿Cuál es el problema? - preguntó con los ojos fijos en sus labios masculinos.

- El problema es... - dijo el hombre - que me enamoro de vos, y tengo que dejarte ir.

Un dolor punzante se incrustó en el pecho de la mujer, una agonía diferente, peor que cualquier dolor físico, y ese dolor le impedía juntar aire y hablar, por lo que sus ojos oceánicos eran su única comunicación.

- Si yo me disponía a cambiar tu Destino, si yo salvaba tu vida, el castigo era enamorarnos y nunca volver a vernos, pensar siempre en el otro y jamás estar juntos. - dijo el hombre, que también inció un llanto silencioso a la vez que hablaba.

Solo sus respiraciones cortaban el silencio impuesto por el viento y los últimos rayos solares.

- ¿Qué pasa si no me voy? - dijo la mujer.

- Muero. - contestó el hombre.

La única cosa que la podía obligar a irse era esa, y ella sabía que no tenía opción.

- Dejame ver tu rostro, te pido por favor. - dijo la mujer.

El hombre se acercó. Ambos quedaron iluminados en el Sol naranja del crepúsculo, con la promesa de amor en el aire. Ella lo vio y se enamoró al instante, ese rostro logró eclipsar la tristeza y la desdicha mientras lo tuvo consigo, luego el resto de su vida sería una duda constante sobre volver a encontrar esa paz, con la certeza de que si la encontraba, la paz estaría muerta, y por lo tanto también la esperanza.

- ¿Puedo pasar la noche con vos? - preguntó la mujer mientras pasaba sus manos por el rostro varonil, por el cuello y los brazos de él.

- A la medianoche tendrías que marcharte, si lo deseas - contestó él, acariciando el cuello, su espalda y la curva de su cadera, perdiéndose en su hermoso y erótico cuerpo.

- Lo que deseo sos vos. - dijo ella, y lo besó con dulce seducción.

Se dejaron llevar por la lujuria del amor hasta que llegó la hora.

Como final, se despidieron para siempre con un último beso.

miércoles, junio 24, 2009

Un forzado adiós

- ¿Qué pasa, que me tenés que decir? - dice preocupada.

- Mary... vení, sentate.

Ella le hace caso y se sienta a su lado. Lo mira con ojos tristes, imagina que es lo que puede decir, imagina cual puede ser la bomba que tanto teme que caiga y que sería definitiva.

- Tal vez no seamos el uno para el otro como vos pensás.


Las palabras cortaron su corazón con el filo de una guadaña. La frase, dicha con tanta seguridad, impresiona hasta a su peor suposición.

- No.

- Sí, Mary.

- No, no me podés hacer esto, vos no...

El "Sí, Mary" es su última frase en varios minutos. Deja el silencio fluír aunque muy a su pesar sabe que eso la hiere más.

El sangrado de su alma en lágrimas es doloroso e interminable.

- Hasta siempre. -
son las últimas palabras que le dirá en vida, le besa la frente, y se marcha sin mirar atrás.

Ella lo ve irse, y cuando una distancia importante los separa, él se lleva una mano al rostro y rápido la sacude en dirección contraria, y ella puede ver como de esa mano salen despedidos varios pequeños brillos, que no pueden ser mas que lágrimas

Él también llora, él también lo lamenta. Pero entonces, ¿por qué termina todo?
Grita su nombre, pero él no vuelve ni volverá.


- Ya está.

- Bien.

- No le hagas nada vos ni los tuyos.

- No le voy a hacer nada, lo juro.

Más tarde, el hombre que habló con la mujer continúa en su llanto miserable. Sabe que se condenó a una vida sin amor, pero sabe también que no podía correr el riesgo de que le pasara algo a ella.
No podría vivir con eso.

- Tenés que irte. - le dice el otro hombre, encapuchado en su ropaje roñoso.

El otro asiente e inicia su camino bajo la luz del día. Pronto descubrirá que el Sol es detestable para un hombre infeliz, que aumenta el odio y el resentimiento hacia el resto de los seres; descubrirá que en la soledad de la noche, la tristeza es capaz de comerte de un bocado como un monstruo mitológico.

Pero antes de irse, su corazón lo obliga a mirar atrás.

- Te amo, hasta siempre.

Y se marcha.

sábado, junio 20, 2009

Un lugar hermoso

- Tengo que mostrarte algo - le dijo el hombre a la mujer.

Bajaron por un camino de piedra que era casi una escalera natural. Entraron por un túnel entablado y caminaron hasta la cueva mayor, donde la luz se hacía mas clara y más brillante que nunca.

Y ahí estaba la salvación del mundo.

Las dos personas se quedaron maravilladas al observar tal espectáculo: por un resquicio en el techo de la cueva, a gran altura, un haz de luz solitario e impactante alumbraba todo con magia creacionista; era pequeño al entrar, pero la luz se ampliaba de una forma increíble y cubría un área enorme del suelo de la cueva; en ese suelo, un pequeña napa se transformaba en casi un río subterráneo, y ese sonido, sumado a la vista, era una cálida sensación de belleza, pero no era solo eso: una capa de flora similar al cesped nacía en aquel lugar, y lo alfombraba con la suavidad de la naturaleza. Flores hermosas se inclinaban hacia la luz, y destellaban calor y hermosura capaz de iluminar el alma de la más oscura persona. Abejas viajaban de flor en flor, pájaros entraban y volaban felices al ritmo de sus cantos de alegría; peces se movían en la corriente y nadaban hasta una cascada mas adelante.

- Esto... es íncreible - dijo la mujer.

Durante una eternidad observaron el pequeño Edén, hasta que se dieron cuenta que lloraban. No entendieron por qué, pero una emoción cristalina y simple los había tomado desprevenidos, y abrazaba sus corazónes.

Bebieron un poco de aquel agua y fue la más refrescante y revitalizadora que jamás probaron, tocaron esa vida que crecía de la tierra y la sintieron como terciopelo, intentaron reconocer la especie de esos pájaros pero se dieron cuenta que eran únicos, al igual que las flores, vida única que solo existía en ese lugar de inmortalidad.

- Nadie sabe de este lugar, - dijo el hombre - así que guardémoslo para nosotros.

- No quiero irme de acá - fue la respuesta de la mujer.

Un beso suave, contagiado de la belleza del paraíso cercano, calló para siempre las palabras de los dos, que se sumieron en la eternidad de aquel lugar sagrado, donde lo único que faltaba era ese amor indestructible.

jueves, junio 11, 2009

El cuerpo invisible

Algo cae desde una altura increíble, forma una rasgadura en el vestido del cielo. Deja una gran mancha alargada, similar a un corte, a una herida blanca formada por humo blanco. Ese humo de contextura nebulosa es el rastro de ese cuerpo invisible, que no sabemos - me refiero a mí y al resto de los peatones - qué es, pero miramos boquiabiertos el majestuoso e inquietante descenso.

- Parece una estrella fugaz - dice alguien.

- No... más bien un meteorito creo...

Y otras frases así se escuchan como los susurros que son.

Un vértigo extraño me esclaviza y sus cadenas me jalan al suelo y marean mi vista. Con esa sensación me doy vuelta y veo, en una de las esquinas mas transitadas de Buenos Aires, unas tal vez ciento cincuenta personas de pie en casi perfecto silencio, apenas roto por los ya mencionados susurros, mirando todas - adultos, niños, ancianos y hasta bebés - el cuerpo invisible, el humo blanco y su luz amarillenta, a la cual no le había prestado atención hasta entonces; y me doy cuenta de algo que cualquier persona con coeficiente intelectual medio podría entender, y que sin embargo nadie parecía haber analizado: si el cuerpo se acerca, es porque se va a estrellar; si algo así, un cuerpo que viene desde fuera de la Tierra, se estrella, causará una onda expansiva devastadora; y entonces, ¿por qué nadie huye? ¿Y, además, por qué tardé tanto en darme cuenta de algo tan obvio?

- ¡Corran! ¡Rápido, dale, muevanse ya! - grito con desesperación.

Nadie se mueve. Me doy cuenta que los susurros ya no están. Las caras de todas las personas ahí miran fijo el cometa, o lo que sea que se aproxima, con cara ausente y vacía de expresión.
Desesperado, tomo a una mujer de los hombros y la sacudo con violencia, pero sus ojos siguen firmes en el cuerpo invisible, el humo y la luz.

Tambaleo, más mareado que antes, y un terror desconocido se apodera de mí. Me doy cuenta que ese cuerpo invisible los tiene a todos hipnotizados. Ahora son solo maniquíes muy reales, sin pensamiento, cuerpos de pie inconcientes de la amenaza que se acerca.

Con lágrimas en los ojos corro a cualquier parte, lo mas lejos posible, en dirección contraria al cuerpo descendente.

Después de unos minutos, un gran estruendo transforma la realidad. Sin mirar a mis espaldas, entro en la primer puerta que veo y me lanzo al piso de bruces - pobres los dueños de la casa que estan afuera a punto de morir-.

Con los párpados cerrados por el temor, noto que la luz es muy potente: la oscuridad de mis párpados ya no es tal. Siento que ardo en llamas eléctricas, como si fuera alcanzado por distintas corrientes o rayos en todo mi cuerpo, que expulsa gritos de sangre. Lo único que se oye son derrumbes de edificios y sonidos de desastre.

Pierdo el sentido del olfato. Pierdo la vista. Pero el tacto, por desgracia, no.

Luego de un tiempo en el que quedo inconciente, mi vista se recupera de a poco, y noto que estoy vivo de milagro.

Hoy soy capaz de escribir esto, y lamento decir que el daño es absoluto; no hay personas, ni animales, y apenas hay algunas plantas y árboles que sobrevivieron.

No se que fue lo que cayó, lo que terminó con la gente y tal vez con la humanidad entera - si es que esto se vió en todo el mundo, pero sospecho que después de un año sin que llegara nadie, es porque no hay nadie o nadie puede venir -, pero lo mismo da.

No voy a decir nada de mi estado, solo que mis heridas me deformaron hasta no parecer humano.

Todavía espero encontrarme con alguien, y si no puedo, ojalá encuentres esto en alguna parte.

domingo, junio 07, 2009

Cadena de hechos

En un piso alto de un edificio reluciente, un hombre se sienta frente a un escritorio y piensa. Se acaricia las sienes y trata de respirar profundo. Siente que el aire acondicionado está demasiado cálido; baja la temperatura de su enorme oficina pero igual se sacá el traje de Dolce & Gabbana y lo tira en el sillon. Se enjuaga unas gotas de sudor de la frente y sigue sin hacer nada, solo piensa.
El problema estaba fuera de control. Era su culpa y debía solucionarlo, cueste lo que cueste.

Una llamada lo sacá de su estado cuasi-catatónico y le da una alegría: el hombre perdido había sido encontrado.

La silueta de una sonrisa aparece en su rostro maduro arrugado por el stress. El alivio es inconmensurable y le salva la vida. Ahora los jefes no iban a tener por qué estar enojados y no iba a haber consecuencias.

Hace una llamada desde una línea segura, y al colgar, le ordena a su asistente la limusina lista. A los dos minutos está en ella, yendo a un importante acuerdo. Veinte minutos después está con un hombre; charlan del trabajo asignado a este, y del monto en que el trabajo será recompensado. La visita cordial termina rápido y cada cual se marcha a hacer lo que debe hacer.

El hombre aliviado vuelve a su oficina, y llama a los jefes para transmitirles la buena noticia. Lo felicitan con frialdad, pero para él es suficiente, sabe el peligro que corrió, y que por unos minutos fue viudo y sin hijos.

El hombre que va a hacer el trabajo sigue al hombre que había estado perdido, y lo encuentra en el aeropuerto, con pasajes en mano, en la escalera hacia un avión que despegará en diez minutos según la voz que sale de los parlantes. No tiene mucho tiempo, y con su bolso en mano apura el paso. Camina hacia la zona de carga y se cruza con un par de policias que intentan detenerlo. No lo logran.
Hay cinco personas en la zona de carga, pero una vez llegado el intruso, todas esas personas están inertes y con agujeros de bala en el cuerpo, aunque eso no aparecerá en el diario de mañana, ni en el de ningun día, ni en ningún despacho de un forense, de eso se encargaría el empleador. Una vez en la zona de carga, sube el bolso a bordo del avión. Hecho esto, intenta esconder los cuerpos lo mejor posible, y luego se larga. En casa lo espera una buena noticia.


El hombre que había estado perdido no sabe que fue encontrado, e intenta relajarse en el avión de regreso a su país. Tiene la información que había ido a averiguar, algo importante, con fuerza para causar gran impacto y que va contra muchos intereses.
El avión arranca, se eleva, y entabla vuelo.
De repente, una explosión destruye todo, y lo que queda del avión cae a pique hacia el mar.
El hombre se da cuenta que hacía rato que había sido encontrado antes del súbito final.


Mas tarde, luego de una llamada proveniente del hombre que había hecho el trabajo, el hombre aliviado pide a su asistente la mejor champaña, y brinda con la noticia de doscientas personas muertas en un accidente aereo mientras traspasa fondos de siete cifras de una cuenta bancaria a otra.

miércoles, junio 03, 2009

Ironía

El reto es llenar la página en blanco. Quiere algo bueno pero hoy no es el día, al parecer, igual que no lo fue el de ayer, o el anterior, o el anterior a ese, o cualquier día desde hace dos años, cuando terminó la última obra, cuando terminó una vida y empezó otra.

- Mierda... mierda. - dice con la seguridad de haberlo cagado todo.

Otra vez triunfa la página en blanco.

Se tapa la cara con las dos manos y empieza un llanto dramático que no tarda en enloquecer.

Si alguien pudiera ver el cuarto, comprendería muchas cosas. El lugar en sí es un desastre: hay cosas rotas y sucias, ropa tirada por cualquier lado, olor a alcohol, a vómito y a cigarrillo. En toda la casa no hay una sola foto, ni de familia ni de alguna persona; lo que sí hay son cajas, muchas cajas rectangulares, pequeñas, blancas, con un nombre complicado, escrito con letra grande en un lado, y muchas letras pequeñas, diminutas, del otro. En esas pequeñas cajas existe lo que a ese hombre le importa más que nada: pastillas.

El llanto de impotencia se transforma en llanto de odio. Se levanta y destroza lo que tiene a mano: empuja los vasos de la mesa y los deja estrellarse contra la pared y luego con el suelo, toma una silla y la parte contra el piso, y, con lo que queda, golpea un televisor inofensivo que estalla en chispas y en pedazos oscuros de vidrio; empuja el televisor al piso y vuelve a pegarle con la silla una vez, dos veces, tres veces. Poco a poco se cansa y colapsa su ataque de cólera.

Se arrodilla con sus ojos arrasados en lágrimas; el llanto ahora es de tristeza, de verguenza y de un dolor que no se puede entender con palabras. Incontables pedazos de vidrio están clavados en sus piernas que liberan pequeños pero fluidos canales de sangre.

Unos minutos después comienza a notar el dolor físico, pero no le da importancia. Está en la cama sentado, con una copa casi llena de Bourbon sobre la mesa de luz, y en la mano, todas las pastillas de cuatro cajas.

Tiembla, y en esa duda se le ocurre dejar una nota. Sin pensar sobre qué, escribe. Cuando termina, deja la birome, se pone la mitad de las pastillas en la boca, y bebe media copa; luego la otra mitad de pastillas y la copa vacía.

Se acuesta sobre la cama, y antes de irse, lee su última nota. En ella encuentra pasión, sentimientos y un orden cristalino en cada oración, se da cuenta que su nota tiene belleza, y es lo mejor que jamás haya escrito.

Con una sonrisa final acepta la ironía, y muere ahogado en el vómito de los narcóticos.

jueves, mayo 28, 2009

El velorio de un amor

"Fría. Es la primera palabra que se me viene a la mente para describirte. Falsa, podría ser la segunda, pero no siempre fuiste así. Antes era calor, era amor, era cariño, cosas que nunca pensé que podría recibir; y ahora estoy seguro que si vos no me pudiste dar eso, nadie podrá."

La casa está oscura. La luz tenue de la calle entra por la ventana e ilumina la mesa, el vaso con whisky, la hoja, la mano y la birome.
Escribe más, el papel se tiñe de tinta azul. En él hay frases sin significado, sin sujeto ni predicado, pero hay sentimientos y se nota. Sentimientos en lecho de muerte.

Termina la carta y se queda quieto. La lee entera una vez. Nota su pésima caligrafía, nota incoherencias, pero lo mismo da, no va a arreglarla. Guarda el papel en un sobre, y a continuación, procede a sacarse un collar de oro; se lo pone en la mano y lo mira nostálgico. Era un recuerdo familiar de ella y a ella volverá, no hay más que decir. Una lágrima cae en el collar, otra sobre la carta. Antes de que se vuelva peor, un par de sorbos. Listo. Sin llanto. No va a haber nadie para ayudar, tiene que mantenerse solo.

Pone el collar con la carta y lame el sobre. Cerrado, lo deja en la mesa. Ella no la leería - se dice - ella cambió.

Y es la verdad.

En la mañana alguien vendría, lo mas probable, y sino algún día alguien tendría que pasar, y entonces la carta desaparecería para siempre junto con los recuerdos materiales, para la memoria ya tenía el líquido del vaso, y el corazón tarde o temprano se calla, o por lo menos baja la voz y deja de insistir, con la seguridad de que ya nada se puede hacer y se deja llevar al abismo de perpetua caída, sin voz ni validez.

En las sombras decide ir a acostarse. Ojalá no tuviera que levantarse jamás, a eso se traduce la sensación de luto por la pérdida de un amor en la que alguna vez se creyó.

Alguna vez fue feliz. Ojalá, por lo menos, duerma y sueñe con eso.