jueves, mayo 28, 2009

El velorio de un amor

"Fría. Es la primera palabra que se me viene a la mente para describirte. Falsa, podría ser la segunda, pero no siempre fuiste así. Antes era calor, era amor, era cariño, cosas que nunca pensé que podría recibir; y ahora estoy seguro que si vos no me pudiste dar eso, nadie podrá."

La casa está oscura. La luz tenue de la calle entra por la ventana e ilumina la mesa, el vaso con whisky, la hoja, la mano y la birome.
Escribe más, el papel se tiñe de tinta azul. En él hay frases sin significado, sin sujeto ni predicado, pero hay sentimientos y se nota. Sentimientos en lecho de muerte.

Termina la carta y se queda quieto. La lee entera una vez. Nota su pésima caligrafía, nota incoherencias, pero lo mismo da, no va a arreglarla. Guarda el papel en un sobre, y a continuación, procede a sacarse un collar de oro; se lo pone en la mano y lo mira nostálgico. Era un recuerdo familiar de ella y a ella volverá, no hay más que decir. Una lágrima cae en el collar, otra sobre la carta. Antes de que se vuelva peor, un par de sorbos. Listo. Sin llanto. No va a haber nadie para ayudar, tiene que mantenerse solo.

Pone el collar con la carta y lame el sobre. Cerrado, lo deja en la mesa. Ella no la leería - se dice - ella cambió.

Y es la verdad.

En la mañana alguien vendría, lo mas probable, y sino algún día alguien tendría que pasar, y entonces la carta desaparecería para siempre junto con los recuerdos materiales, para la memoria ya tenía el líquido del vaso, y el corazón tarde o temprano se calla, o por lo menos baja la voz y deja de insistir, con la seguridad de que ya nada se puede hacer y se deja llevar al abismo de perpetua caída, sin voz ni validez.

En las sombras decide ir a acostarse. Ojalá no tuviera que levantarse jamás, a eso se traduce la sensación de luto por la pérdida de un amor en la que alguna vez se creyó.

Alguna vez fue feliz. Ojalá, por lo menos, duerma y sueñe con eso.

lunes, mayo 25, 2009

Un tipo de miseria

Abre los ojos hinchados y ve, de pie y de espaldas, a una mujer que le es desconocida hasta el momento. Su cabeza late con la intención de explotar, y su hígado da punzadas como síntoma de protesta.
Suspira con sonoridad y la mujer voltea y sonríe.

- Hola bombón, ¿cómo dormiste?

Es pelirroja, está semidesnuda y tiene una voz aguda insoportable. Se viste, lo que asegura que dentro de minutos se irá, lo que es una buena noticia para empezar el día.
Su vista es borrosa, siente sus ojos irritados y apenas abre los párpados. La migraña se refuerza con cada palabra que sale despedida de la boca de la mujer.

- ¿Por qué te tapás la cabeza así? - pregunta con inocente curiosidad.

- Porque no quiero manchar todo cuando me explote la cabeza...

La mujer ríe y se sube la pollera hasta la cintura, se la acomoda, y terminado ese asunto, busca un corpiño perdido en algún lugar, en esa casa o antes en otro lado.

- ¿Cómo era tu nombre?

- Débora. - contesta amargada pero no sorprendida.

- Débora, haceme un favor: pasame la botella transparente, la que tiene líneas roja. - dice despacio cada una de sus palabras, y apunta con el índice hacia un estante colmado de latas vacías de cerveza y otras botellas de distintas bebidas. La mujer va, lenta, y agarra una con dudas.

- ¿Esta?

- Sí, ese color se llama "rojo". Ahora pasamela.

La mujer, aún mas amargada, guarda los insultos en su mente no muy sabia y le da la botella de marca rusa con desaprobación. El hombre bebe sin pausa, sin pestañear y sin dudar.

- ¿Qué es eso?

- Vodka. - responde él, en su primer descanso luego de varios tragos.

- ¡Animal, no podés tomar así! ¡El alcohol te hace mal! ¿Te queres matar, vos? ¡Estás loco, sos un estúpido!

- No grites, por favor, no grites...

La mujer, paralizada, con sensaciones que iban de la indignación a la pena, mira asombrada unos cinco, diez, quince, veinte, treinta segundos; luego pestañea, mueve la cabeza sin comprender, y lo mira un poco mas aunque nada cambia.
Da media vuelta y comienza a buscar el corpiño de nuevo. En la búsqueda encuentra un portarretrato con una foto. En esa foto está el hombre con el que se acostó y otra mujer, y tenía la fecha algunos meses atrás. Estaban alegres, sonrientes. Felices.

El hombre de la foto contrarrestaba en todo con el que ahora estaba en esa cama.

Nota que la foto también tiene otra palabra escrita y subrayada: un nombre.
Lo dice en voz alta sin pretenderlo, y una serie de toses graves la trae de nuevo a la realidad. Esconde la foto rápido en algún lugar de la mesa con temor a que el hombre se enoje, y finje seguir en la mística búsqueda del corpiño perdido. Al no encontrarlo, se pone una remera roja ajustada, se acomoda el pelo, y ya está lista para irse.

- Che, me tenes que bajar a abrir. - dice mientras se coloca cuidadosa una hebilla y se arregla un poco más.

Silencio.

Largo.

Un suspiro ligero, un ruido ínfimo y un creciente olor a alcohol provocan en ella una reacción espontánea. Alarmada, vuelve la cabeza.

La escena le hiela la sangre: el hombre está boca arriba, con los ojos en blanco y con contracciones mínimas en el pecho; la botella de alcohol había resbalado de su mano y caído en el colchón, vertical, abierta, y su penetrante olor estaba libre.

Grita horrorizada e intenta ayudar al hombre, con la esperanza de que no sea demasiado tarde.
Él se ahoga y se despide. No quiere irse, pero ya parece inevitable. La mujer llega y ejerce presión en el pecho repetidas veces, varias veces. Del rostro del hombre allí acostado brotan lágrimas de asfixia.

Al tercer intento de la mujer, el hombre tose y escupe cantidades inmensas de líquido parecido al agua pero que está segura que no lo es. Respira.

Dévora mira y llora aterrorizada. La respiración de él se recupera de a poco, con toses graves. Pasan unos minutos así, con solo miradas del uno al otro.

- Por qué...decime por qué tomas... es veneno eso.

Pasan unos segundos sin respuesta, en los que su respiración era lo único importante. Y luego contesta.

- Es que... - tose un poco más, y vuelve a empezar.- Tengo algo adentro... que quiero matar.

La mujer por primera vez encuentra en el rostro del hombre una miseria profunda e inexplorada como el fondo máximo de un océano, una tristeza insoportable, una confusión perturbadora.

Se da cuenta que, si bien no es capaz de demostrarlo, ese hombre sufre, y ella comienza a llorar por él.

lunes, mayo 18, 2009

La batalla


- ¡El Rey vuelve!

- ¡Está herido, el Rey está herido!

- ¡Rápido, escolten al Rey al Castillo, llamen a los curanderos, apurarse por Dios!

Luché por la libertad de la Ciudadela. Bajo mi mando transcurrieron victorias sangrientas y batallas agónicas. En oscuridades sin igual peleamos contra ejércitos que harían temblar a cualquier reino sobre la tierra de los hombres, que le quitaría el valor de su corazón a cualquier guerrero, entre sombras densas luchamos hasta que la luz por fin nos llegaba, y con ella la victoria.

A la batalla de hoy le debo mi gloria y posteridad, si seré recordado o no, pero lo mismo da, eso no es importante, importante es resistir.

- ¡Curanderos, apurarse!

- ¡Atención, la reina llegará en cualquier momento!

- General, la caballería enemiga se acerca.

- ¡Defiendan entonces, y que no pase nadie!

- Sí, señor...

Esta es la última batalla, mía y de los demás. Los corazones están hundidos, deprimidos en un abismo de terror y miedos inquietantes; las almas, esclavizadas por monstruos fuertes, crueles y estúpidos, no pueden ver el sol, y las nubes negras enemigas construyen armas en las mentes humanas.

Paso a paso avanzan sobre los patios. Rodean la fortaleza. Decenas de miles de seres repulsivos nacidos de pesadillas quieren cumplir sus deseos de asesinato. Una niebla demasiado conveniente como para ser casual los protege y les otorga la cualidad de lo invisible.

- Defiendan... Defiendan la puerta ...

- Alteza, estará bien, nosotros hacemos todo lo que podemos, usted descanse...

- ¡Derriban la muralla sur, general!

Inservible, solo existo para ver la ruina final.

Ellos han entrado.

Bestias oscuras y deformes rompen los ladrillos de la puerta sur con masas, arietes y otras armas de asedio. La muerte cae encima de mi ciudad de oro, una inundación de dolor. Los soldados, con desesperación y sin lógica, tratan de escapar de un final anunciado. Espadas traspasan nuestros escudos, hachas rompen craneos, flechas atraviesan armaduras, ojos de llanto se cierran para siempre, bocas enmudecen, sombras se acomodan en las mentes.

Veo todo desde una perspectiva tan perfecta como horrible. Nunca he sufrido crueldad tan alevosa.

Un curandero logra sacar mi armadura metálica y deja ver mi prenda blanca, ahora color carmesí. La sangre está en todo mi pecho, y la herida todavía sin conocer. No siento ningún dolor, permanezco entumecido en mi totalidad, y cualquier sensación física deviene desde una distancia larga y callada, todo el dolor y la agonía es creada por mis sentimientos de derrota, de fracaso y de muerte.

Padres e hijos son masacrados en los pasillos de la Ciudadela por las bestias oscuras sin compasión, y domadas por la violencia, asesinan sin respeto alguno. Las bestias, con sus dientes filosos y amarillentos, ríen y se vanaglorean de los hombres caídos, y se burlan de sus cadáveres tiesos. Mujeres y niños son masacrados en los escondites y los vivos se ahogan en sangre aún caliente.

- ¡Amor, dime como te sientes, por favor!

Llegó ella. La veo, la puedo sentir, algo cambió de un segundo al otro. Su perfume invadió el aire, su paz calmó la temestad, su luz iluminó mi oscuridad, su amor transformó la historia.
El curandero dio un paso atrás. Había encontrado la herida, una larga y profunda cerca del hombro izquierdo, pero con mi Reina, él ya no hace falta.

- Mi amor, mi amor, por Dios, mi amor.

Sus voz tiene un dote increíble que pocos pueden identificar, no quedan seres como ella, su raza ya no existe en Tierras mortales, y es posible que fuese la última Hada.

Recordé nuestro primer beso, en un invierno frío como pocos, donde nos escapamos y nos escondimos y pagamos las concecuencias de tan estúpida acción de chiquilines, pero había valido la pena. El mejor beso de mi vida, el mas recordado de todos.

- ¿Donde duele, mi amor?

- No llores, preciosa, no llores...

- Decime donde duele, donde...

Sus lágrimas se deslizan por sus mejillas y caen hasta chocar en mi piel. Que belleza la de las Hadas, inalcanzable para cualquier ser humano tal nivel de perfección. Pone una mano en mi herida y recita unas palabras de su idioma que no puedo comprender pero que he oído en el pasado. La herida se cura en segundos y la sangre ya no se escapa, la carne se une, forma lazos y no se desprende. El abrazo eterno y triste viene enseguida, seguido de lágrimas sin culpa ni remordimientos, solo lamentos.

Sano de nuevo, me pongo de pie para ver la desidia del destino. Las estructuras colapsan en la destrucción del espíritu. La felicidad antigua hizo metamorfosis y ahora se deja ver como derrota miserable el día de hoy.

Pero entonces, el milagro.

Luz.

El día.

Entre las nubes asoma un sol furioso.

Las almas y la valentía retornan a los guerreros. Las bestias se acobardan, enlentecen, debilitan y mueren por el poder de la fuerza del hombre. Las mentes se aclaran, los corazones recuperan el fuego de la vida que se iba hacia las sombras. La niebla desaparece, las manos no tiemblan.

- ¡Muerte!

- ¡Acabar con los demonios!

La ciudad está hecha pedazos, no estoy seguro si esta luminosidad santa nos alcance para vencer, pero sin dudas que la Ciudadela no caerá hoy.

Hoy pelea.

jueves, mayo 14, 2009

Herido

El trayecto es sinuoso y lo recorre herido.
El pasado, una vida que solo podrá continuar en la imaginación, donde se preguntará mil veces cuestiones sin respuesta; atrás, la felicidad muerta con su tacto agridulce lo sigue despacio, la huele y la nota ahí, inconfundible.

Una vida, una mujer, un amor. Ahora nada.
Soledad, adicción, muerte lenta. Realidad.

Cada paso, una nueva condena. Cada lágrima, una prisión de lamentos.

Un Sol decadente se va por el horizonte para no volver nunca. Quedó a oscuras, lo que es un alivio. La oscuridad es la mejor aliada de las personas que buscan desaparecer. Recordaba haber vagado así en su juventud antes de encontrar una luz que seguir, la luz que al final se extinguió. Había conocido la felicidad, el amor, la luz de ella, pero...

Los dolores silenciosos lo arrinconan. Tambalea. Cae. Llora. Sufre.

Agotado, decide quedarse acostado con los ojos abiertos para mirar el vacío de la sombra. Sabe lo que tuvo, bien que lo sabe, y sabe también que lo perdió. La luz no es para personas como él, seres angelicales no están destinados a pasar su vida eterna con alguien de las sombras, y tarde o temprano, iba a pasar lo que pasó.

El tiempo pasa y sigue, sin darle importancia al sujeto acostado y agotado. Ve, mira, observa nada. Opina que es merecedor del castigo. Llora algo más, se levanta y vuelve a escapar.
Si no querés morir de tristeza, mejor no mires el interior se dijo, pero sigue atrapado en el laberinto nocturno de su dolor.

sábado, mayo 09, 2009

La canción

En esta habitación todo empezó.
Era la noche del Carnaval, hace ya un par de meses. Había luna llena que esclarecía las sombras desde distancia inimaginable, que daba vida al piano y a la partitura que estaba apoyada delante mío. Tocaba, como siempre hago, obras de Mozart, Bach, Beethoven y otros compositores del siglo XVII y XVIII.

El invierno me mantenía encerrado. La lluvia y el frío exterior contrastaba con el cálido ambiente del salón. La chimenea crepitaba y mantenía un calor primaveral.
Era todo pacífico, nada fuera de lo común.

Yo estaba sumido en mi música, me hundía en la espiral del sonido para sumergirme y ahogarme en ella, y no escuché el momento en que mi amada entró. Era preciosa, de larga melena marrón, de ojazos claros y de una figura proporcionada y esbelta.
No la había visto, y cuando lo hice, estaba a unos metros del piano, dejando una tetera y tazas en una bandeja sobre una mesa. Me llamó la atención su expresión de sorpresa, pero no indagué y seguí con mi música.
Ahora, con todo lo sucedido, puedo decir que en ese momento algo raro pasaba, algo me poseía, algo extraño y hasta entonces sutil.
De repente mi mujer me señaló el rostro, consternada.

- Víctor... ¡Víctor, sangre! - me dijo.

- ¿Qué decis? ¿Donde? ¿que pasa?

Rápida, sacó las cosas de la bandeja y vino hacía mí para poner el improvisado espejo enfrente de mi rostro. La imagen me dejó perplejo.
De mis ojos salían ríos de sangre a gran caudal, lo mismo ocurría en mi nariz, en mis orejas y de mi boca, y no lo había notado. La música estaba descontrolada, rústica, oscura, perfecta, horrible. Los silencios y las notas se comportaban como celadores de una guardia del inframundo que custodiaba mi tortura. Mis dedos se movían solos, no podía frenarlos ni desviarlos.

Era un concierto de una fuerza malévola, yo un títere, un adorno sentado frente al piano.
Mi sangre no dejaba de fluir, y fue entonces cuando pasó lo demás.

Mi mujer empezó a toser con violencia temible, y en cuestión de segundos, de su boca salió un torrente repugnante de sangre y tejidos.
Se arrodilló y pude ver la sangre turbia, casi negra, en su boca y en el suelo, y los pedazos cartilaginosos que eran expulsados figuraban en una imagen que asquearía a cualquiera.
Empezó a producir sonidos roncos y guturales como síntoma de que no podía respirar. Su semblante empalideció, tosió un poco más, se puso azul, violaceo, y luego cayó muerta sobre la sangre que había despedido.

Grité su nombre en vano varias veces antes de comenzar un llanto pobre y solitario.
La música estaba peor que nunca, más lenta, mas melancólica, igual de siniestra, y no tenía fin. No podía ver por culpa de las lágrimas y de la sangre que nublaban mi vista, pero mis oídos seguían bien, y pude oír un nuevo quiebre en la malvada canción. Volvió el ritmo veloz, que amenazaba con sacarme la poca sangre que me debía quedar.
Mis brazos comenzaron a moverse a una velocidad que no sabía que podían alcanzar, y la canción siguió su curso.

En medio del delirio infernal, las paredes empezaron a desmoronarse. Se desprendían pedazos de madera y ladrillos, y giraban junto con un viento huracanado que no sabía cuando había llegado. El techo se rompió y cayó por todos lados, excepto encima mío y del piano, cualquier cosa que podía golpearnos, nos evitaba.
En el climax de la locura pude sentir en mi pecho, en mis piernas y en mis brazos, un dolor hormigueante que crecía; y me di cuenta qué era cuando vi mis manos: mi piel se rompía, se partía, y por cada poro se vertía sangre que mi cuerpo se negaba a contener.

Mis gritos y mi dolor eran inútiles, pues el piano seguía sonando, y la música del mal parecía infinita.
Un claro "crack" se escuchó cuando mis hombros se dislocaron a la vez, pero eso no me separó del instrumento.

La música siguió y siguió hasta que, por milagro divino, hubo un final.
Un final.
Al fin.


Está de más aclarar que cuando pude recuperar la libertad en mi cuerpo, intenté irme lejos del piano, pero, por desgracia, no pude, y caí desmayado.
A la mañana siguiente desperté y vi el desastre total. Toda la casa estaba devastada, las paredes y el techo formaban una sola montaña de basura, y en cuanto a mi mujer, debía de estar por allí enterrada.

Lloré hasta no poder más.
Unos hombres llegaron mas tarde y me llevaron al hospital, sobre eso nada mas importa.

Jamás olvidaré lo que pasó, el terror me es inolvidable.

martes, mayo 05, 2009

La Muerte (el Caminante III)


En algún lugar, alguien escribe...



"
Lo vi en un bosque, no tengo idea cual, donde parecía deambular. La noche cubría su cuerpo nunca por completo físico, se perdía en él, como si la absorbiera y fuera indiferenciable. Los grillos se llamaban a silencio cuando lo sentían cerca y se quedaban estáticos cuando pasaba, los pájaros y animales que dormían se despertaban con temblores provocados por el frío glaciar que él siempre trae consigo. Al dar un paso, una de sus botas chocó contra una raiz, la cual se partió al instante. Puso su mano en un árbol y se cayeron todas las hojas, quedando solo un tronco muerto y ramas que parecían dedos esqueléticos y vengativos.

Por la forma en que caminaba, diría que guiaba las sombras.

Luego de eso, apareció entre montañas. Escupió en un manantial claro y transparente, que se convirtió a paso acelerado en agua turbia y envenenada. Ahí, iluminado por los últimos resquicios del día, me di cuenta que, además de botas negras, tenía una chaqueta de cuero, un jean claro con signos de ser muy usado, y un sombrero o gorra oscura,
no estoy seguro, que le tapaba los ojos y que dejaba libre su cabello, rojizo como el fuego de piras inquisidoras.

Y entonces... entonces giró, parsimonioso, hacia mi posición, y, sin que llegara a darse vuelta, dijo unas palabras que me atormentarán por siempre.

- Voy por tí, preparate... ¿Sabés como me dicen?...

Desperté esta mañana transpirado como nunca en mi vida. Horas pasaron hasta que pude recobrar algo de pensamiento lógico, pero no puedo más, se que se acerca, oigo sus pasos, lo oigo caminar. A cada momento me doy vuelta, seguro de que está atrás, y veo que hay solo aire, ¿pero hasta cuando va a haber solo aire detrás mío? ¿Cuando llegará?

Estoy seguro que...oh no."


El tiempo se detiene.

Entra un ser con una sonrisa bestial y chaqueta de cuero. Fija su vista en el hombre que tiembla sentado frente al papel con el lápiz en la mano. Un grito sale de la garganta del hombre desde lo más profundo de su cuerpo. Un sinfín de pesadillas atraviesan su mente, y todas juntas están reunidas en el ser corpóreo cerca suyo.

- Me dicen "El Caminante de Ojos Negros".

El hombre llora. Mil heridas, largas y profundas, se abren en su cuerpo, creando una agonía oscura y titánica, sin que el recien ingresado lo toque.

Lo hace todo con el poder de sus ojos.

Fallece despacio, similar a la llama de una vela que se apaga sola al llegar al final. Languidece a medida que el charco de sangre aumenta, y en la conclución, en el último suspiro, ve por sí mismo los ojos del Caminante.

Ahora nunca tendrá descanso.


sábado, mayo 02, 2009

La canción

En esta habitación todo empezó.
Era la noche del Carnaval, hace ya un par de meses. Había luna llena que esclarecía las sombras desde distancia inimaginable, que daba vida al piano y a la partitura que estaba apoyada delante mío. Tocaba, como siempre hago, obras de Mozart, Bach, Beethoven y otros compositores del siglo XVII y XVIII.

El invierno me mantenía encerrado. La lluvia y el frío exterior contrastaba con el cálido ambiente del salón. La chimenea crepitaba y mantenía un calor primaveral.
Era todo pacífico, nada fuera de lo común.

Yo estaba sumido en mi música, me hundía en la espiral del sonido para sumergirme y ahogarme en ella, y no escuché el momento en que mi amada entró. Era preciosa, de larga melena marrón, de ojazos claros y de una figura proporcionada y esbelta.
No la había visto, y cuando lo hice, estaba a unos metros del piano, dejando una tetera y tazas en una bandeja sobre una mesa. Me llamó la atención su expresión de sorpresa, pero no indagué y seguí con mi música.
Ahora, con todo lo sucedido, puedo decir que en ese momento algo raro pasaba, algo me poseía, algo extraño y hasta entonces sutil.
De repente mi mujer me señaló el rostro, consternada.

- Víctor... ¡Víctor, sangre! - me dijo.

- ¿Qué decis? ¿Donde? ¿que pasa?

Rápida, sacó las cosas de la bandeja y vino hacía mí para poner el improvisado espejo enfrente de mi rostro. La imagen me dejó perplejo.
De mis ojos salían ríos de sangre a gran caudal, lo mismo ocurría en mi nariz, en mis orejas y de mi boca, y no lo había notado. La música estaba descontrolada, rústica, oscura, perfecta, horrible. Los silencios y las notas se comportaban como celadores de una guardia del inframundo que custodiaba mi tortura. Mis dedos se movían solos, no podía frenarlos ni desviarlos.

Era un concierto de una fuerza malévola, yo un títere, un adorno sentado frente al piano.
Mi sangre no dejaba de fluir, y fue entonces cuando pasó lo demás.

Mi mujer empezó a toser con violencia temible, y en cuestión de segundos, de su boca salió un torrente repugnante de sangre y tejidos.
Se arrodilló y pude ver la sangre turbia, casi negra, en su boca y en el suelo, y los pedazos cartilaginosos que eran expulsados figuraban en una imagen que asquearía a cualquiera.
Empezó a producir sonidos roncos y guturales como síntoma de que no podía respirar. Su semblante empalideció, tosió un poco más, se puso azul, violaceo, y luego cayó muerta sobre la sangre que había despedido.

Grité su nombre en vano varias veces antes de comenzar un llanto pobre y solitario.
La música estaba peor que nunca, más lenta, mas melancólica, igual de siniestra, y no tenía fin. No podía ver por culpa de las lágrimas y de la sangre que nublaban mi vista, pero mis oídos seguían bien, y pude oír un nuevo quiebre en la malvada canción. Volvió el ritmo veloz, que amenazaba con sacarme la poca sangre que me debía quedar.
Mis brazos comenzaron a moverse a una velocidad que no sabía que podían alcanzar, y la canción siguió su curso.

En medio del delirio infernal, las paredes empezaron a desmoronarse. Se desprendían pedazos de madera y ladrillos, y giraban junto con un viento huracanado que no sabía cuando había llegado. El techo se rompió y cayó por todos lados, excepto encima mío y del piano, cualquier cosa que podía golpearnos, nos evitaba.
En el climax de la locura pude sentir en mi pecho, en mis piernas y en mis brazos, un dolor hormigueante que crecía; y me di cuenta qué era cuando vi mis manos: mi piel se rompía, se partía, y por cada poro se vertía sangre que mi cuerpo se negaba a contener.

Mis gritos y mi dolor eran inútiles, pues el piano seguía sonando, y la música del mal parecía infinita.
Un claro "crack" se escuchó cuando mis hombros se dislocaron a la vez, pero eso no me separó del instrumento.

La música siguió y siguió hasta que, por milagro divino, hubo un final.
Un final.
Al fin.


Está de más aclarar que cuando pude recuperar la libertad en mi cuerpo, intenté irme lejos del piano, pero, por desgracia, no pude, y caí desmayado.
A la mañana siguiente desperté y vi el desastre total. Toda la casa estaba devastada, las paredes y el techo formaban una sola montaña de basura, y en cuanto a mi mujer, debía de estar por allí enterrada.

Lloré hasta no poder más.
Unos hombres llegaron mas tarde y me llevaron al hospital, sobre eso nada mas importa.

Jamás olvidaré lo que pasó, el terror me es inolvidable.

viernes, mayo 01, 2009

Mafioso


- Al fin llegaste. ¿Querés un cigarro, pibe? Bueno, escuchá rápido: vos lo que tenés que hacer es ir a lo de los Uzuriaga, hace rato que no me pagan esos y ya se les venció el plazo. Andá y que me den las cincuenta lucas, no creo que te hagan quilombo, deciles que vas de parte de Lopez y te la dan enseguida, y de última tomales al pibe, apuntale y listo, a mas no se animan, son unos maricones. ¿Si no te pagan que hacés? Sí, bien, venite para acá y vas con Gómez y Zenteno y les quemamos el bar, no voy a andar con vueltas a esta altura de mi vida, bastante que llevo en este negocio, viejo, ninguna familia de pelotudos me va a venir a desafiar o a desobedecer, saben con quien se meten, todos en la ciudad lo saben, conmigo no se jode. Ahora dale, apurate que tengo mas cosas que hacer, dale.




(Diez renglones Word de monólogo de nuevo)