miércoles, diciembre 23, 2009

Casa de estrellas

Miércoles 23 de diciembre de 2009.

Capital Federal, Buenos Aires, Argentina.

Buenas noches:
Los que son visitantes corrientes habrán notado mi ausencia en los últimos meses. Para empezar a narrar la razón por la cual he dejado las hojas en blanco hasta este momento, debo decirles que mi condición actual es de internado, aún, luego de mi llegada al hospital hace un par de semanas. Fuera de todo peligro, espero mi alta médica en la madrugada de nochebuena. Recién ahora puedo mover los brazos y la espina con comodidad suficiente para escribir esta epístola.
Poco se interesarán por esto, lo sé. No estoy para contarles sobre un enfermo más en un hospital más. Voy a hablarles del lugar que estuvo a punto de acabar conmigo, el lugar más extraño que jamás haya visto y espero no volver a ver.

Desde el escape hasta mi sanación – que todavía está en proceso – no pude escribir, así que permítanme explayarme lo más que me sea posible:
Les mentiría si dijera que el lugar en el que estuve es espléndido, maravilloso o de belleza abundante digno para cualquier ojo dotado; en realidad, es todo lo opuesto: he explorado el lugar más decadente, siniestro y perverso por el que pueda caminar un hombre, un lugar sangriento, sucio, morboso, lunático y adictivo, un sitio del que no se suele escapar.
Nunca podré transcribir a papel el tiempo incalculable que pasé en aquel lugar (no fueron tan solo unas semanas, los días allí son diferentes e intermitentes), será una tarea imposible contar acerca de todo lo experimentado, pero intentaré narrar lo mas sobresaliente, porque, por mas que no haya sido para nada agradable la estadía, ese lugar pérfido posee una magia de ensueño, es un lugar tan real como ficticio: no puedes creer nada de lo que ves porque todo es demasiado fantástico, pero las cosas son tan reales como la angustia de una pesadilla.

El lugar se llama “Casa de estrellas”, con la primer ‘ese’ escrita de tal forma que, según el ángulo, parece una S y otras una Z.
Para remontarme a lo previo de la locura, debo decir que entré allí por la influencia de un amigo que, con gran cantidad de alcohol en sangre al igual que yo, entró engañado por una persona que nunca volvimos a ver. El lugar parecía, por fuera, una casa no muy diferente de un lugar viejo, pobre y suburbano. Desde afuera se escuchaba una música potente e indescifrable, similar a un zumbido de gran potencia. Unas personas altas e intimidantes en la puerta no nos dijeron nada cuando nosotros, vacas mansas, pasamos al matadero.
Dentro, la noche era más oscura. Luego de un mísero vestíbulo de entrada, un pasillo largo sin techo nos guiaba hacia el interior de lo que parecía una sinagoga antigua y abandonada, con una torre irguiéndose en pos del cielo. En el pasillo, cerca de dos decenas de personas estaban tiradas en el suelo semiinconscientes o de pie, hablando entre ellos sin prestarse atención, con la mirada y la palabra perdida. Con mi amigo pasamos esquivando a la gente como podíamos dado nuestro pobre estado, hasta que llegamos a un vestíbulo - donde más de esa gente semiinconsciente deambulaba - que era la entrada para un salón de verdad tenebroso: sin un ápice de luz excepto unos tres candelabros en un escenario claramente improvisado, un incontable número de personas ensombrecidas escuchaba con pasión una música pésima y dolorosa, producida por instrumentos desafinados y rotos. Miramos confundidos la escena, sin comprender. En mi mente se agolpan muchas escenas sin un hilo, por lo que debo decir que mi siguiente recuerdo es estar en ese salón, sentado a los pies de una escalera que no había visto antes junto a mi amigo, con un vaso de vino en la mano, y algunas personas alrededor, hablando sobre algo sin valor. Luego recuerdo que me dormí.

Al despertar, me encontré en ese mismo lugar, con bastante menos gente alrededor; no debía de haber pasado mucho tiempo, pero sentía algo que me intranquilizaba, algo me incomodaba, así que con ligera preocupación, intenté encontrar a mi amigo. Al echar un vistazo por los sectores del lugar que conocía y no encontrarlo, me decidí a ir a la segunda planta. Subí las escaleras y me encontré con algo que me llamó la atención: el piso superior era un cuadrado perfecto, con un cuadrado mas pequeño en el centro por el cual se podía ver el escenario de la planta baja y que dejaba un ancho de un metro para los pasillos que guiaban a las tres habitaciones allí existentes en cada esquina que restaba, ya que la escalera desembocaba en la esquina restante; los cuatro pasillos eran de madera, no de cemento como el resto de la casa, y cada madera tenía su respectiva mancha de hongos y humedad. Esta situación, para un acrofóbico como quien escribe, era preocupante. Las puertas de las habitaciones estaban cerradas, pero con la esperanza de que mi amigo me oyera, grité su nombre en vano varias veces. Al aguzar el oído en búsqueda de una respuesta, pude escuchar a medias una serie de susurros provenientes de la habitación que se encontraba en diagonal. Decidí ir a ver, mas debía encontrarlo para huir de aquel lugar que comenzaba a ponerme la piel de gallina. Caminé lento por las tablas que crujían desgastadas bajo mis pies, con el temor de que en cualquier instante alguna cediera, lo que me depararía una caída monumental y, probablemente, la muerte. No puedo relatarles lo que es, para alguien como yo, enfrentarse a aquella situación; el vértigo en mi estómago me apretaba las entrañas con sus manos de acero, asfixiando mi garganta y quitando mi aliento, para así llevar a mi mente a imaginar lo que sería la caída mortal e inminente.

Así y todo, no tuve problemas reales para llegar a la primer esquina, en la que escuché pasos dentro de la habitación. La puerta era antigua como todo allí y no deparé en ella, pero sí me atreví a mirar por la cerradura. Un olor extraño se juntaba en aquel sector al abundante olor a humedad y polvo, pero no supe que era hasta mirar y entender lo que pasaba allí dentro.
- Otro año - dijo una persona que caminaba alrededor de su receptor. – Nueve…
Solo escuché la risa bobalicona de la otra persona y algunas incoherencias. El hombre que caminaba – pues daba la impresión, por la voz y los pasos, de ser un hombre - bebía de una petaca metálica un líquido tornasolado que parecía darle vitalidad, pero cuando se agachó y vi su rostro, noté que mi impresión era totalmente errónea: un centenar de venas de color violáceo que sobresalían de su piel habían deformado su rostro hasta el punto de hacerlo irreconocible como ser humano. Al ver eso, me alejé del cerrojo y no pude evitar una exclamación de sorpresa y asco por la repugnancia a la que podía llegar un rostro una vez humano, y al instante de completar la acción, me di cuenta de la gravedad de mi hecho. Dentro, los pasos se habían frenado. Se palpaba en el aire un silencio que no me atrevía a romper. Por suerte, lo próximo que se escuchó fue a aquella persona dando un trago. Mi corazón, que se había detenido en el silencio, volvía de a poco a latir.

- Me muero de hambre… – dijo el engendro, mientras yo me tranquilizaba
- ¡Agarrá eso! – volvió a gritar al instante.
No pude evitar volver a mirar por la cerradura. Se escucharon una serie de movimientos torpes, y luego risas de júbilo y festejo. Un sonido que, debo decir, había escuchado alguna vez en mi vida, comenzó a hacerse oír con fuerza luego de la serie de ruidos.
- ¡Justo dije eso y tenemos algo para comer! ¡Decime que no traigo suerte! – volvió a declarar el mismo ser, para lanzar luego unas carcajadas escalofriantes.
“No puede ser lo que pienso” recuerdo haberme dicho en aquellos momentos. Mi respiración se hizo más pesada y agitada. El sonido agudo se hacía más fuerte y familiar. “No puede ser eso”.
- Dale, ahora yo, pasamela – le escuché decir.
Si usted se considera débil de estómago, no lea el siguiente párrafo.
Sí, era lo que pensaba. El ser inhumano agarró entre sus manos una rata del tamaño de una botella de vidrio, que pedía clemencia de sus devoradores con alaridos agudos e insoportables. Una herida sangrante en el lomo causada por un mordisco teñía el pelaje cercano de color rojo. clavó presurosa otro mordisco al lado del anterior, del que mucha mas sangre salió expulsada y salpicada a su propio rostro.
Todo esto ocurrió en menos tiempo del que lleva contarlo, y tuve la mala suerte de ver el horrendo espectáculo antes de poder tener la reacción de alejarme del cerrojo.
Me levanté y, de espaldas, traté de alejarme rápido de aquel rincón, olvidándome de la debilidad de aquel piso. Giré y noté que se rompió una tabla, y caí.

Mi corazón se hubiera detenido, pienso ahora, si no hubiera estado relajado muscularmente por el alcohol. No sé como pude resistir aquella caída. Las heridas las tengo ahora y las tendré por siempre, dicen los médicos, pero lo que dejó una marca indeleble fue la sensación mientras estuve en el aire. Uno de los peores tormentos que podría sufrir mi alma ocurrió en aquellos segundos, momento solo comparable con lo que me tocaría vivir luego en aquel reino de salvajismo delirante, lugar alejado de las reglas de los mortales.

Ahora me despido, de forma poco cordial, para conciliar un sueño que logre aliviarme. No es sencilla la noche después de lo ocurrido, pero con lo extenuado que me dejó escribir esta carta, tengo la esperanza de un descanso largo y sin sueños, aunque cada vez que cierro los ojos, recuerdo un momento diferente en aquel averno.
Dios me permita el descanso.
Saludos.



L.J.G.

domingo, octubre 18, 2009

El libro sobre quiénes fuimos

Saluda a sus hijos, los arropa y sale de la habitación. Saluda a su esposa, la besa con la ternura del adiós, y sale apurado a la noche para viajar unas horas por una ruta en mal estado. Parientes lejanos, una herencia tan importante y necesaria para la economía de la familia que merecía la molestia de viajar de noche a un pueblo en las fronteras de la desaparición; allí lo espera un hogar colonial, que con las mejoras construidas por las generaciones que vivieron en el lugar, ahora cuenta con una extensión impresionante.

Desde antes de entrar al pueblo nota aquella mansión antigua y criolla, enorme escultura grisácea que surge entre la humildad de las casas comunes para exhalar orgullo y vanidad. En el interior lo espera un grupo pequeño de familiares reunido con un grupo mayor de abogados, todos en la sala, a la luz débil de unas lámparas más ornamentales que útiles.
- Nos tomaremos uno tiempo más - comunica uno de los abogados - para ordenar correctamente los papeles y hacer el listado final de los bienes del fallecido señor Ormen. Les pedimos que disculpen las demoras, pero es para despejar cualquier tipo de dudas. Muchas gracias.

Varios familiares protestan con tenacidad al decir que esperan desde hace horas y dan excusas sobre por qué deben tener todo al tiempo que su avaricia lo exige. En medio de la discución, nuestro protagonista elige distraerse. Sin que nadie lo notara, comienza a alejarse con aire distraído y de a poco empieza a deambular por la mansión. Por los cuartos, lo que ve en mayoría es polvo cubriendo muebles antiguos de rústicas maderas oscuras y gastadas alfombras rubicundas. Al subir por la escalera principal, ve que hay luz solo en los pasillos, excepto por una sola habitación, al final del corredor. La puerta está cerrada, y nuestro hombre se atemoriza por los aires fantasmales que se esconden en la parte vacía y lúgubre de la casa , pero escucha a su mente racional que lo incita a entrar. La mente vence: no hay ningún fantasma; lo que si hay es una biblioteca monumental, amplia y gigante, siglos de ilustración y creación imaginativa y filosófica.


Miles de libros están al alcance de la mano, tan cerca y tan juntos que despiden una escencia a sabiduría que superarían al hombre prudente aristotélico, pero al hechar vistazos por cada corredor, un libro en especial se graba en su conciencia, uno que estaba encima de un escritorio, junto a una vela recién consumida de la que aún salía un hilo fino de humo. Está encuadernado en una piel dura y oscura, y tiene las hojas más amarillentas que jamás hubiera visto, y no parecen hojas de papel. "Haud legere" reza la tapa, con letras serias e intimidatorias.


Nuestro hombre se queda hipnotizado por una tentación que no comprende, atrapado entre unas manos gigantes e invisibles que de a poco se cierran para enloquecerlo en la oscuridad.
Abre la primera página: las palabras del libro, como el nombre de la obra, están en latín. "El Libro sobre quiénes fuimos" es lo que está escrito arriba, al margen, con letra firme. "Si pudieras saber que tuviste otras vidas, ¿querrías saberlo? ¿querrías observar cada experiencia, repetir cada amor y cada tragedia escondida en la pureza incorrompible de tu alma? ¿querrías vivirlo de nuevo?"


En el momento en que termina de leer la frase, un brillo solar empieza a surgir de cada una de las páginas. Sus ojos arden a tal punto que siente que se derriten y ruega para que la ceguera le llegue de una vez, pero eso no ocurre; nuestro protagonista es llevado a épocas anteriores a su misma gestación, y en poco mas de una hora en aquella biblioteca, repite todas sus vidas, revive cada uno de los recuerdos impresos en su alma, ama a cientos de padres, madres, hermanos y hermanas, odia a cada uno de sus enemigos con sentimientos turbios y sombríos, comparte su corazón en incontables romances, se alegra por su decendencia en cada ocación, salva vidas, mata otras, lucha en cruzadas, guerras santas, guerras imperiales, guerras de clases, revoluciones y todo conflicto bélico alguna vez habido; y todo queda para siempre en la mente de aquel hombre pobre e infortunado.


Cae al suelo, con el libro cerrado en el regazo. Cuando lo encuentran, horas después, continúa igual, en un estado de quietud absoluta, con el rostro pálido y los ojos encendidos en rojo sangre; lo quieren levantar y rompe a reír con carcajadas demenciales que aterrorizan los nervios de los presentes, recordando todos y cada uno de los momentos de diversión en sus vidas pasadas, luego rompe a llorar, recordando cada tragedia, cada muerte, cada desamor a lo largo de centurias.
Ningún recuerdo tiene particular relevancia, no sabe donde está, en que época, quienes son sus hijos o su esposa actuales. La cordura, lo único rescatable del hombre, se perdió para siempre en él.

domingo, octubre 04, 2009

El secreto

El hombre de ojos azules y cabello castaño mira concentrado.
A salvo de la luz de los faroles, bajo la sombra de un árbol moribundo, observa con cuidado la casa de enfrente. Espera con la parsimonia de alguien que tuviese controlado el tiempo el momento para la visita, a la vez que su mente divaga por toda su extensión. Piensa en errores imperdonables, en amores pasados, en castigos divinos y en justicia poética. Piensa en la soledad en la que mora, de relación intrínseca con la mentira que vive y sufre. Imagina varias versiones de su futuro, algunas felices, otras no tanto, y en otras no espera llegar a un futuro lejano (tal vez la muerte actuase de jurado y determinase una resolución al asunto), pero no puede evitar preguntarse. Tal vez hoy se definiese algo, tal vez pudiese haber algún acuerdo, o la muerte y la suerte podrían intervenir.

Lo que espera, sucede: luego de horas, un hombre de cabello y ojos negros sale de la casa, sube a un auto, y se va. La ruleta comienza a girar.
El hombre de ojos azules se dirige hacia aquella casa donde vive la discordia. Toca a la puerta.
Una mujer grita mientras se acerca.

- ¿Qué te olvidaste, mi am... - lo ve, la mujer ve la culpa a los ojos, observa su mentira y el debilitamiento del alma - ¿Qué hacés acá? ¡No... no podés venir acá, te dije que nunca vinieras! ¡Nunca! ¡¿Por qué viniste?!

- Tenía que venir. - dijo el hombre, su último amante - Sabés por qué.

- !No, no se nada yo! ¡Tenes que irte ya! ¡Ya!

Sin darse cuenta, esos gritos avivaron su pesadilla, la consumación de su mayor temor. Cuanto se arrepentiría mas tarde de aquellos gritos innecesarios. Culparía primero a aquel hombre, luego a sus nervios... pero luego lo aceptaría: era así como tenía que pasar, la suerte lo decidió.
Esos gritos causaron otros, incongruentes, molestos y sin sentido. El llanto de una vida de pocos meses retumba como miles de corazones al unísono. Aquel hombre, en la puerta, parece dejar de respirar; a la mujer, el color se le escapa de la piel.

El hombre entra y avanza por la habitación sin que la mujer lo evite, hasta ver lo que tanto soñó. En un moisés pequeño, una niña descansa como una bendición.
La mujer comienza a llorar con frenesí, la beba mira el techo sin prestar atención.

El hombre recuerda como un año atrás hizo el amor con esa mujer. Ahora ve a una bebé de tres meses, con ojos azules y cabello castaño.
Escapa de la situación con pasos inseguros y ojos húmedos; sale a la vereda sin siquiera cerrar la puerta de la casa. Quiere volver a su morada, a su dulce y añorada soledad, a regodearse en llanto; quiere cruzar la calle y caminar con esos pasos temblorosos hasta su hogar y poder descansar en paz, pero el descanso llega antes.

Cruza la calle, pero tropieza. Por la conmoción, no puede levantarse enseguida. Adelante en la calzada, un auto se acerca. Todo dicho.
La mujer escucha la frenada de un auto y un golpe seco.
La muerte y la suerte tomaron cartas en el asunto. El triángulo quedó deshecho, la niña se quedó sin padre, aunque nunca lo sabrá.
La mujer cierra la puerta y el secreto para siempre.

viernes, septiembre 18, 2009

La sirvienta de Asterión

Como la reencarnación de Afrodita, era la mujer más hermosa jamás nacida. Ver su piel lozana, sus ojazos marrones, sus curvas deliciosas, su pelo resplandeciente, era un espectáculo enceguecedor. Miradas azucaradas y gestos deleitosos hacían de ella el ser más anhelado por cualquier persona que la conociese.

Pocos conocían más que su superficialidad (lo superficial puede ser suficiente para muchos hombres), ya que nadie intentaba conocer la mente de la obra maestra de Dios. ¿Pára qué entrometerse en saber su personalidad más de lo necesario? ¿Al ver el paisaje espléndido de un bosque en primavera, los hombres deben cavar en la tierra y talar los árboles para averiguar qué hay debajo de toda esa belleza? ¿Al observar una escultura excelente, los críticos y el público rompen el mármol de la obra para observarla y conocerla mejor? De ninguna manera, y es entendible lo que hacen la mayoría de los hombres. Y ahora debo decir que no sólo era entendible, sino, en este caso, recomendable. Ojalá no hubiera conocido la mente perversa que tenía lugar debajo de toda esa virtuosidad y hermosura.

Fui uno de los privilegiados, en el clímax de su madurez física, de andar a su lado. Era envidiado por cuanto hombre conociese, y estoy obligado a decir que me sentía único. Aún con todo mi exceso de confianza, era feliz con la vida que llevaba, pero de a poco, todo empezó a cambiar. Ella tenía hábitos extraños. Apenas dormía, apenas comía. Pasaba una gran cantidad de tiempo en su casa, rezando. No era de ninguna de las religiones comunes, me dijo, y no me podía decir en que consistía la suya. Yo, por curiosidad, insistía, hasta que con caricias y besos, todo se iba de mi mente en una vorágine de colores y emociones nuevas que ella guiaba a placer.

Todo fue bien durante un tiempo, solo una pequeña cantidad de costumbres raras, pero luego de un par de meses, yo me fui descontrolando. Mi salud desmejoró sin razón alguna. Sólo lograba alivio al estar con ella, y de formas inverosímiles. Me hechizaba, me decía cosas como "vas a mejorar", y, tras un beso, recobraba en gran parte mi salud, el color en mi piel, el uso correcto de mis pulmones, y me alegraba, y luego me decía "vas a empeorar", y tras otro beso, mi mente se mareaba, perdía el eje de la realidad y el cuarto daba vueltas mientras volvían toses interminables; su risa, en carcajadas sinfónicas e inquietantes, me dejaba despavorido hasta que perdía la conciencia, y luego despertaba sin un recuerdo, pensando en ciertas imágenes de esos hechos como si fueran sólo sueños amargos.
Perdía el sentido de la ubicación y del tiempo. Algunas veces aparecía en lugares en los que no recordaba haber ido, o en situaciones en las cuales no recordaba cómo se habían llevado a cabo.

Una noche desperté en su casa, sin siquiera sospechar qué día ni qué mes eran. Por primera vez me di cuenta de lo que pasaba, de los saltos de tiempo. Pensé que estaba enfermo, que debía de tener algo grave que carcomía mi cerebro. Con una preocupación creciente que se asentaba en el medio de mi pecho, al encontrarme solo y no tener nada más que hacer, empecé, sin quererlo ni pensarlo, a husmear. En estos días no recuerdo si buscaba alguna prenda perdida o qué cosa, pero al abrir una puerta corrediza que pensaba que era del armario, me encontré con algo muy diferente.
Sobre un estante a media altura, descansaba sin paz la cabeza disecada de un toro; tenía los ojos abiertos de par en par, una expresión de salvajismo iracundo en las arrugas de su rostro, y los cuernos manchados de sangre oscura y seca; y alrededor de la cabeza, unas velas altas e incienso de un olor repugnante representaban un altar pagano. Había a un costado papiros largos y extensos, antiguos como el polvo, con letras apenas entendibles. El nombre Pasífae era lo poco que pude descifrar, junto con el de Dédalo. Uní las piezas y pronto lo supe: iba a ser llevado a la isla de Creta como sacrificio para Asterión, el minotauro.

Como pude, huí de aquella casa de locura, entrando en la oscuridad de la noche como animal asustado. Corrí por el bosque que distanciaba su casa de la mía, y en el camino me encontré con ella. A una distancia considerable me miraba fijo, y yo, ingenuo, hice lo mismo. Al instante estuve en un trance de ensueño. Mi cuerpo no me respondía mas que en intentos espasmódicos de escape. Cuando la tuve cerca, vi como había cambiado. Ahora me daba cuenta que tenía poco de ser humano, y que poseía una monstruosidad digna de las peores criaturas míticas en cada razgo que su cuerpo enseñaba. Mis ojos todavía transmitían el terror que rugía bajo mi piel, y quiso usar su fragancia de siempre para sedarme. Sonriendo, acercaba sus labios a los míos, sin que yo pudiese hacer nada. Pero su perfume esta vez no funcionó. Una peste inmunda despedida de su boca despertó a mi cuerpo y logré huir.

Nunca supe qué era ella. Sólo se que, luego de esos aullidos de ira que lanzó para cazarme durante mi escape, desapareció de la faz de la tierra. Jamás la volví a ver.
Ojalá no atormente a nadie más.

jueves, septiembre 17, 2009

Despertar

Se acababa de despertar. Estaba débil, como cualquier persona que tuvo una complicación grave por una enfermedad. La última vez que recordaba haber cerrado los ojos había sido frente a unos médicos en una sala iluminada, afiebrado y con dificultades para respirar, y aún no quería volver a abrirlos. Se recordaba tan débil como lo estaba en ese momento. Se sentía, sin necesidad de tocarse, con el cabello más largo y una sombra de barba. ¿Cuanto tiempo habría pasado desde que se había dormido? ¿Había estado en coma? Sabía la gravedad de su asunto, los doctores le habían avisado de la peligrosidad de su condición y que el coma era posible. Sí, debía de haber estado en coma. Pero, ¿por cuanto tiempo?

Años podrían haber pasado y él no sentiría nada. Sólo tendría esa sensación vaga de pérdida temporal, quizás una falla en el oído interno, en su laberinto, que lo haría sentir como en esos momentos, con la sensación de haber dormido de más.

No, no iba a abrir los ojos.

¿Con qué se encontraría? ¿Y si habían pasado años, que pasaría con su familia, con sus amigos? Lo deberían haber dejado atrás, como a algo roto e insalvable; no era mas que una crueldad de la naturaleza. Debía estar cerca de ser un objeto, algo en lo que se piensa con nostalgia, que sólo vive en los recuerdos y que ya perdió su color, su esperanza y su tiempo. Lo más probable era que lo dieran por muerto, un cadáver conectado a unas máquinas inútiles que sólo dejan un margen ingenuo para las ilusiones. Afuera, el mundo sería otro. No pertenecía a ese futuro, fuese cercano o distante. En cualquier momento una enfermera entraría a chequear sus pulsos vitales, lo encontraría vivo y la noticia se propagaría, y quisiera o no, en el futuro ese formaría su nueva vida.

Abrió los ojos.

Vio oscuridad. Nada. ¿Estaba ciego?
La naturaleza podía ser muy cruel, la vida en sí lo es. El hombre que debería estar muerto, revivió para estar ciego.

Esperó y esperó, pero ninguna enfermera hizo su aparición. Se dio cuenta que no escuchaba ningún sonido. Era el silencio más puro que pudiese existir. Era la Nada para sus ojos, era el Vacío para sus oídos. Intentó hablar, pero sus músculos estaban atrofiados por la inactividad. Por un tiempo largo intentó hablar y moverse. De a poco, conseguía victorias. Pudo mover sus dedos, y al poco tiempo ya intentaba mover sus manos.

Continuó con su progreso por un tiempo indefinible. Comprendió que el concepto de eternidad era estar entre la Nada y el Vacío. Un lugar donde el Sol no sale ni se pone, donde no hay Luna, no hay estrellas, no hay agua ni tierra, no hay gravedad, no hay vida. Solo se existe y nada más.

Por accidente, al mover su mano, hizo un movimiento doloroso. Un grito desgarrador - comparado con el silencio imperial del Vacío - lo transportó. El Vacío dejó de ser tal al saber que no estaba sordo, pues escuchaba su propio grito. ¿Qué pasaba entonces? El pensamiento de su propia ubicación cambió. No había ningún sonido, pero él era capaz de oír. Eso significaba que estaba en un lugar que era silencio absoluto. Significaba que no estaba en un hospital. Y si no estaba sordo, quizás no estaba ciego, pero no había forma de saberlo. La oscuridad era total y la Nada se mantenía, aunque con temblores en sus cimientos. La duda siguió creciendo hasta que no pudo soportarlo más. La eternidad era abrasadora y odiosa, nadie la podría querer jamás; la eternidad es un infierno.

Levantó la mano lo más que pudo. Tocó algo.
Era madera.
Logró levantar la otra mano. También madera.
A los costados igual. ¿Dónde estaba?

Una imagen terrible recorrió su mente a una velocidad que solo el pánico puede concebir. Sin darse cuenta, levantó sus brazos. Madera todo alrededor. Estaba tapado por madera.
Estaba en un ataúd.

Reinaba el silencio porque estaba enterrado. No veía nada porque era imposible que lo hiciera. De verdad lo habían dado por muerto.
Gritó y arañó las tablas. Una tras otra, sus uñas se fueron clavando en la madera para terminar desprendiéndose de sus piel. Aún con la carne de sus dedos siguió tratando de rasguñar a las maderas invencibles. El ataúd era indestructible, y estando varios metros bajo tierra, algo era seguro: escapar era imposible.

La naturaleza es el ente más cruel de todos. Gritó esto y mucho más hasta quedarse sin voz ni aire. La sangre de sus dedos quedó impregnada en la madera como perfume carmesí.

lunes, agosto 24, 2009

Enemigos

- Al fin estás acá - le había dicho aquella noche sin luna y sin Dios - Al fin te tengo.

Un anciano marchito y herido respiraba agitado en el suelo, de rodillas. Su barba y su cabello cano estaban sucios de sangre que le salió a golpes y de tierra en la que caía cada vez que el hombre joven que hablaba lo golpeaba. Cada bocanada de aire era una hazaña que se complementaba con el castigo angustioso de sus costillas rotas al crujir.

- Jaja, al fin estás acá - le había dicho de nuevo con júbilo. En esa noche era joven, hoy cumple la edad en la que ese anciano fue golpeado hasta morir, pero esa era su oportunidad, tanto tiempo lo había buscado, tanto tiempo habían luchado a escondidas...

Otro golpe le había asestado y el anciano se había revolcado. No paró hasta oír cada hueso romperse, no paró hasta que la sangre lo cubrió todo. No paró hasta que sus puños golpearon una roja masa carnosa, deforme y sin vida.

El hombre joven ya no lo es, tiene manchas hepáticas en su piel arrugada y áspera, músculos inútiles, piernas que no funcionan. También su mente envejeció.

- No debí haberlo hecho... - repite cada noche en sueños carceleros - No, no debí...

Miedo y remordimiento mantienen al viejo con vida. Reza cada mañana al pequeño altar de su mansión al que su asistente lo lleva. No quiere morir por una simple razón: ¿dónde lo mandaría Dios, el mismo que estuvo ausente aquella noche, que no tuvo clemencia con el anciano que era asesinado con tanto sufrimiento y que no impidió el hecho brutal y monstruoso que se llevo acabo? La idea de que Dios y él eran cómplices, a pesar de que no le aseguraba nada, le agradaba, pero por las noches se preguntaba si el Señor también se sentía culpable.

- Para ser enemigos, no éramos tan diferentes. - dijo el hoy anciano una tarde en la que aún podía caminar y soportar sus penas, sobre la tumba de su enemigo.

Se cumplen cuarenta años de aquel episodio.
El parapléjico está en la cama y percibe un susurro ligero, una brisa. Luego una ventisca. Sabe que es lo que pasa. El ruido de pasos rengos y débiles en el pasillo se hace cada vez mas sonoro y evidente, el intruso no tiene ningun temor en ser descubierto pues nadie podría verlo, excepto la persona a la que busca.
El hombre acostado ve como por el umbral de la puerta se acerca una figura.

- Tenes razón, no eramos tan diferentes - dice la sombra que, sin ser vista, despide una sensación repulsiva al arrastrar sus palabras apenas entendibles al casi no tener huesos sanos en el rostro. El parapléjico cierra los ojos con fuerza, no quiere ver como cuarenta años de descomposición convirtieron a aquella masa roja y muerta que él había dejado.

- Nada diferentes... - vuelve a hablar, y ésta vez el aliento le llega al hombre acostado, que no tiembla y afronta el final.

A la mañana siguiente, el asistente encuentra a su jefe muerto por razón desconocida. Huellas inexplicables de barro y suciedad llegan hasta el recién fallecido, pese a que las cámaras de seguridad no habían grabado a nadie.

Los enemigos murieron uno a manos del otro.

viernes, agosto 14, 2009

Duelo

- Un tren. - dice el hombre robusto, erosionado sin piedad por el tiempo que le dejó marcas en su rostro y en sus gestos, mientras exhala el último suspiro de humo de cigarrillo.

- Un tren. - repite le otro, más viejo, mientras admira el vaso que contiene la mitad de whisky que hace treinta segundos.

Ambos tienen a sus ojos entretenidos en el museo atemporal de la memoria, contemplando figuras de tiempos indefinibles y dudosos, días soleados que no se ven ahora en el horizonte... e imágenes de enfermedad.

- ¿La veía el doctor? - pregunta el hombre luego de apagar el cigarrillo que no sabe cuando se consumió.

- Creo. - responde el otro - Tengo entendido que seguía yendo. Estuvo internada, ¿sabes? Pero costaba demasiado, y sufría decían, y en el Moyano no la iban a poner...


- ¿Por qué un tren...? - pregunta al aire uno, como lamento y no como queja, luego de horas que solo fingieron pasar mientras el lugar se inundaba en melancolía - Terminar así...

Uno toma el vaso gris y bebe el resto del whisky sin sabor, el otro fuma y siente polvo en la boca, pero ambos siguen con su vicio de descarga. Esporádicas imágenes pasan al azar frente a sus ojos, desde abrazos hasta discuciones y llantos y gritos de bronca. En la memoria hay color, en el mundo no. La memoria sabe dulce. La memoria es cálida, es cariñosa. Te abraza. Te reís con ella. Lloras con ella.

- La memoria es irreal. - dice uno, y es aceptado por el otro.

Termina el cigarrillo. Traga el último sorbo de whisky.
Llegan al lugar donde la gente devastada se reúne con atuendos negros.

- Lo peor que tiene la idea de la muerte - dice uno a su mente, mientras ve el cajón cerrado y asegurado - es la cantidad de dudas que trae, hijos nefastos de los que todos nos asustamos al verlos o al encontrarlos en lugares o momentos inesperados. Nadie se pregunta nada hasta que no llega la idea de muerte, y esto nubla todo ideal, pudiendonos llevar a decisiones equivocadas... Si tan solo fuera posible ser objetivo... Si la muerte no envolviese todo con su sombra gris...

Deja la rosa y se va.