- ¡¿Qué es esto, qué me está pasando?! - gritaba el ángel desde el cielo, donde solía volar implacable.
En un vuelo demencial guiado por el dolor, la mujer iba de un lado al otro con velocidades sorprendentes y ritmos cambiantes; su cuerpo afiebrado temblaba y se retorcía, y sus gritos se oían con plena claridad en toda la llanura.
- Sé lo que te pasa - le dijo un hombre que estaba sentado en el pasto con aire solemne, sin siquiera mirarla.
La mujer desde los cielos lo miró, y gritó en viva voz unas palabras inteligibles que el hombre no se esforzó en entender.
- ¡¿Quién... sos?! - le preguntó la mujer con esfuerzo doloroso.
El hombre, sin mirarla, respondió.
- ¿Importa eso ahora? ¿Es que en tu agonía te importa mi nombre, o quieres saber otras cosas, como por ejemplo, qué es lo que te pasa?
La mujer continuó con sus gritos agudos y su sufrimiento horroroso, hasta que pudo volver a juntar la fortaleza para poder hablar.
- ¡¿Qué... me pasa?!
- Tus alas - contestó el hombre - se estan cayendo.
Al instante el ángel supo que el desconocido tenía razón, y además del dolor, una desesperación profunda como los abismos se abría en su cuerpo hasta el centro mismo de su alma. El núcleo de su ser se transformaba, y comenzó una metamorfosis que culminó en efímeros segundos.
Se encontraba en el aire cuando sus álas se transformaron en polvo y se deshicieron.
El ángel descendió a la tierra.
Cayó en medio de la angustia, el miedo y la tristeza. Estaba segura que sus huesos se partirían al caer, y que no viviría para surcar los cielos ni rebajada a la tierra de los humanos.
Cuando la Muerte la tenía entre sus garras, se la arrebató aquel hombre, que la tomó entre sus brazos antes que tocara el suelo. Por el impulso, ambos terminaron en el suelo, rodando en el pasto.
El hombre se incorporó primero, palpó el cuerpo de la mujer en busca de signos vitales que pronto encontró.
- ¿Estás bien? - preguntó preocupado el hombre.
- ¿Bien? - contestó la mujer, sana pero entristecida.
Ambos permanecieron sentados uno cerca del otro, sin verse ni prestarse atención, hasta que cerca del atardecer, la mujer habló.
- ¿Ahora me podrías decir quien sos?
- Soy la persona que te salvó, y una persona que sabe. - respondió enigmático.
- ¿Cómo sabías que me pasaba? ¿Sos un ángel? ¿lo fuiste alguna vez?
- Lo fui, - dijo - y sé por qué te desterraron, y por qué me desterraron a mí.
- ¿Por qué me desterraron? - preguntó la mujer, ahora con su vista fija en él.
Tardó en responder solo para que la caída del Sol tapara mejor su rostro. En el límite de la paciencia de la mujer, habló de nuevo.
- A vos, por tus mentiras. Siendo un ángel, mentiste una vez, y con tu segunda oportunidad, mentiste de nuevo.
La mujer comenzó a llorar desconsolada. Era cierto, había recaído en la mentira. Trataba de engañarse en su mente al decirse que no sabía por qué lo había hecho, pero era claro que había elegido ese camino, y que le había fallado su bondad.
El hombre, por su parte, permaneció indiferente, y la mujer lloró sola.
- ¿Por qué estás acá? - preguntó cuando sus últimas lágrimas se estrellaban en el pasto como casi lo hacía ella.
- Porque hice algo que no era supuesto que sea.
- ¿Qué hiciste?
- Quise cambiar el Destino.
La mujer quedó asombrada. Un interes repentino por el hombre la poseyó, y se dio cuenta de que no había podido ver su rostro. La intriga por verlo la abrazaba, sentía que era algo más que un mortal y a la vez algo diferente de un ángel, era la criatura en la que ella se había convertido.
De forma inesperada, el hombre volvió a hablar.
- Vi algo... que me insitó ir en contra del destino.
- ¿Qué viste? - dijo en medio de una gran confusión la mujer.
- Te vi a vos. Te vi caer y morir.
- Pero... vos me salvaste, cambiaste el Destino. - dijo la mujer sin lograr entender.
El hombre sonrió por breves instantes. La mujer vio la sonrisa y se sintió alegre por primera vez desde que estaba condenada a no volar, y triste al apreciar la desolación que ese gesto escondía.
- ¿Cuál es el problema? - preguntó con los ojos fijos en sus labios masculinos.
- El problema es... - dijo el hombre - que me enamoro de vos, y tengo que dejarte ir.
Un dolor punzante se incrustó en el pecho de la mujer, una agonía diferente, peor que cualquier dolor físico, y ese dolor le impedía juntar aire y hablar, por lo que sus ojos oceánicos eran su única comunicación.
- Si yo me disponía a cambiar tu Destino, si yo salvaba tu vida, el castigo era enamorarnos y nunca volver a vernos, pensar siempre en el otro y jamás estar juntos. - dijo el hombre, que también inció un llanto silencioso a la vez que hablaba.
Solo sus respiraciones cortaban el silencio impuesto por el viento y los últimos rayos solares.
- ¿Qué pasa si no me voy? - dijo la mujer.
- Muero. - contestó el hombre.
La única cosa que la podía obligar a irse era esa, y ella sabía que no tenía opción.
- Dejame ver tu rostro, te pido por favor. - dijo la mujer.
El hombre se acercó. Ambos quedaron iluminados en el Sol naranja del crepúsculo, con la promesa de amor en el aire. Ella lo vio y se enamoró al instante, ese rostro logró eclipsar la tristeza y la desdicha mientras lo tuvo consigo, luego el resto de su vida sería una duda constante sobre volver a encontrar esa paz, con la certeza de que si la encontraba, la paz estaría muerta, y por lo tanto también la esperanza.
- ¿Puedo pasar la noche con vos? - preguntó la mujer mientras pasaba sus manos por el rostro varonil, por el cuello y los brazos de él.
- A la medianoche tendrías que marcharte, si lo deseas - contestó él, acariciando el cuello, su espalda y la curva de su cadera, perdiéndose en su hermoso y erótico cuerpo.
- Lo que deseo sos vos. - dijo ella, y lo besó con dulce seducción.
Se dejaron llevar por la lujuria del amor hasta que llegó la hora.
Como final, se despidieron para siempre con un último beso.
domingo, junio 28, 2009
miércoles, junio 24, 2009
Un forzado adiós
- ¿Qué pasa, que me tenés que decir? - dice preocupada.
- Mary... vení, sentate.
Ella le hace caso y se sienta a su lado. Lo mira con ojos tristes, imagina que es lo que puede decir, imagina cual puede ser la bomba que tanto teme que caiga y que sería definitiva.
- Tal vez no seamos el uno para el otro como vos pensás.
Las palabras cortaron su corazón con el filo de una guadaña. La frase, dicha con tanta seguridad, impresiona hasta a su peor suposición.
- No.
- Sí, Mary.
- No, no me podés hacer esto, vos no...
El "Sí, Mary" es su última frase en varios minutos. Deja el silencio fluír aunque muy a su pesar sabe que eso la hiere más.
El sangrado de su alma en lágrimas es doloroso e interminable.
- Hasta siempre. - son las últimas palabras que le dirá en vida, le besa la frente, y se marcha sin mirar atrás.
Ella lo ve irse, y cuando una distancia importante los separa, él se lleva una mano al rostro y rápido la sacude en dirección contraria, y ella puede ver como de esa mano salen despedidos varios pequeños brillos, que no pueden ser mas que lágrimas
Él también llora, él también lo lamenta. Pero entonces, ¿por qué termina todo?
Grita su nombre, pero él no vuelve ni volverá.
- Ya está.
- Bien.
- No le hagas nada vos ni los tuyos.
- No le voy a hacer nada, lo juro.
Más tarde, el hombre que habló con la mujer continúa en su llanto miserable. Sabe que se condenó a una vida sin amor, pero sabe también que no podía correr el riesgo de que le pasara algo a ella.
No podría vivir con eso.
- Tenés que irte. - le dice el otro hombre, encapuchado en su ropaje roñoso.
El otro asiente e inicia su camino bajo la luz del día. Pronto descubrirá que el Sol es detestable para un hombre infeliz, que aumenta el odio y el resentimiento hacia el resto de los seres; descubrirá que en la soledad de la noche, la tristeza es capaz de comerte de un bocado como un monstruo mitológico.
Pero antes de irse, su corazón lo obliga a mirar atrás.
- Te amo, hasta siempre.
Y se marcha.
- Mary... vení, sentate.
Ella le hace caso y se sienta a su lado. Lo mira con ojos tristes, imagina que es lo que puede decir, imagina cual puede ser la bomba que tanto teme que caiga y que sería definitiva.
- Tal vez no seamos el uno para el otro como vos pensás.
Las palabras cortaron su corazón con el filo de una guadaña. La frase, dicha con tanta seguridad, impresiona hasta a su peor suposición.
- No.
- Sí, Mary.
- No, no me podés hacer esto, vos no...
El "Sí, Mary" es su última frase en varios minutos. Deja el silencio fluír aunque muy a su pesar sabe que eso la hiere más.
El sangrado de su alma en lágrimas es doloroso e interminable.
- Hasta siempre. - son las últimas palabras que le dirá en vida, le besa la frente, y se marcha sin mirar atrás.
Ella lo ve irse, y cuando una distancia importante los separa, él se lleva una mano al rostro y rápido la sacude en dirección contraria, y ella puede ver como de esa mano salen despedidos varios pequeños brillos, que no pueden ser mas que lágrimas
Él también llora, él también lo lamenta. Pero entonces, ¿por qué termina todo?
Grita su nombre, pero él no vuelve ni volverá.
- Ya está.
- Bien.
- No le hagas nada vos ni los tuyos.
- No le voy a hacer nada, lo juro.
Más tarde, el hombre que habló con la mujer continúa en su llanto miserable. Sabe que se condenó a una vida sin amor, pero sabe también que no podía correr el riesgo de que le pasara algo a ella.
No podría vivir con eso.
- Tenés que irte. - le dice el otro hombre, encapuchado en su ropaje roñoso.
El otro asiente e inicia su camino bajo la luz del día. Pronto descubrirá que el Sol es detestable para un hombre infeliz, que aumenta el odio y el resentimiento hacia el resto de los seres; descubrirá que en la soledad de la noche, la tristeza es capaz de comerte de un bocado como un monstruo mitológico.
Pero antes de irse, su corazón lo obliga a mirar atrás.
- Te amo, hasta siempre.
Y se marcha.
sábado, junio 20, 2009
Un lugar hermoso
- Tengo que mostrarte algo - le dijo el hombre a la mujer.
Bajaron por un camino de piedra que era casi una escalera natural. Entraron por un túnel entablado y caminaron hasta la cueva mayor, donde la luz se hacía mas clara y más brillante que nunca.
Y ahí estaba la salvación del mundo.
Las dos personas se quedaron maravilladas al observar tal espectáculo: por un resquicio en el techo de la cueva, a gran altura, un haz de luz solitario e impactante alumbraba todo con magia creacionista; era pequeño al entrar, pero la luz se ampliaba de una forma increíble y cubría un área enorme del suelo de la cueva; en ese suelo, un pequeña napa se transformaba en casi un río subterráneo, y ese sonido, sumado a la vista, era una cálida sensación de belleza, pero no era solo eso: una capa de flora similar al cesped nacía en aquel lugar, y lo alfombraba con la suavidad de la naturaleza. Flores hermosas se inclinaban hacia la luz, y destellaban calor y hermosura capaz de iluminar el alma de la más oscura persona. Abejas viajaban de flor en flor, pájaros entraban y volaban felices al ritmo de sus cantos de alegría; peces se movían en la corriente y nadaban hasta una cascada mas adelante.
- Esto... es íncreible - dijo la mujer.
Durante una eternidad observaron el pequeño Edén, hasta que se dieron cuenta que lloraban. No entendieron por qué, pero una emoción cristalina y simple los había tomado desprevenidos, y abrazaba sus corazónes.
Bebieron un poco de aquel agua y fue la más refrescante y revitalizadora que jamás probaron, tocaron esa vida que crecía de la tierra y la sintieron como terciopelo, intentaron reconocer la especie de esos pájaros pero se dieron cuenta que eran únicos, al igual que las flores, vida única que solo existía en ese lugar de inmortalidad.
- Nadie sabe de este lugar, - dijo el hombre - así que guardémoslo para nosotros.
- No quiero irme de acá - fue la respuesta de la mujer.
Un beso suave, contagiado de la belleza del paraíso cercano, calló para siempre las palabras de los dos, que se sumieron en la eternidad de aquel lugar sagrado, donde lo único que faltaba era ese amor indestructible.
Bajaron por un camino de piedra que era casi una escalera natural. Entraron por un túnel entablado y caminaron hasta la cueva mayor, donde la luz se hacía mas clara y más brillante que nunca.
Y ahí estaba la salvación del mundo.
Las dos personas se quedaron maravilladas al observar tal espectáculo: por un resquicio en el techo de la cueva, a gran altura, un haz de luz solitario e impactante alumbraba todo con magia creacionista; era pequeño al entrar, pero la luz se ampliaba de una forma increíble y cubría un área enorme del suelo de la cueva; en ese suelo, un pequeña napa se transformaba en casi un río subterráneo, y ese sonido, sumado a la vista, era una cálida sensación de belleza, pero no era solo eso: una capa de flora similar al cesped nacía en aquel lugar, y lo alfombraba con la suavidad de la naturaleza. Flores hermosas se inclinaban hacia la luz, y destellaban calor y hermosura capaz de iluminar el alma de la más oscura persona. Abejas viajaban de flor en flor, pájaros entraban y volaban felices al ritmo de sus cantos de alegría; peces se movían en la corriente y nadaban hasta una cascada mas adelante.
- Esto... es íncreible - dijo la mujer.
Durante una eternidad observaron el pequeño Edén, hasta que se dieron cuenta que lloraban. No entendieron por qué, pero una emoción cristalina y simple los había tomado desprevenidos, y abrazaba sus corazónes.
Bebieron un poco de aquel agua y fue la más refrescante y revitalizadora que jamás probaron, tocaron esa vida que crecía de la tierra y la sintieron como terciopelo, intentaron reconocer la especie de esos pájaros pero se dieron cuenta que eran únicos, al igual que las flores, vida única que solo existía en ese lugar de inmortalidad.
- Nadie sabe de este lugar, - dijo el hombre - así que guardémoslo para nosotros.
- No quiero irme de acá - fue la respuesta de la mujer.
Un beso suave, contagiado de la belleza del paraíso cercano, calló para siempre las palabras de los dos, que se sumieron en la eternidad de aquel lugar sagrado, donde lo único que faltaba era ese amor indestructible.
jueves, junio 11, 2009
El cuerpo invisible
Algo cae desde una altura increíble, forma una rasgadura en el vestido del cielo. Deja una gran mancha alargada, similar a un corte, a una herida blanca formada por humo blanco. Ese humo de contextura nebulosa es el rastro de ese cuerpo invisible, que no sabemos - me refiero a mí y al resto de los peatones - qué es, pero miramos boquiabiertos el majestuoso e inquietante descenso.
- Parece una estrella fugaz - dice alguien.
- No... más bien un meteorito creo...
Y otras frases así se escuchan como los susurros que son.
Un vértigo extraño me esclaviza y sus cadenas me jalan al suelo y marean mi vista. Con esa sensación me doy vuelta y veo, en una de las esquinas mas transitadas de Buenos Aires, unas tal vez ciento cincuenta personas de pie en casi perfecto silencio, apenas roto por los ya mencionados susurros, mirando todas - adultos, niños, ancianos y hasta bebés - el cuerpo invisible, el humo blanco y su luz amarillenta, a la cual no le había prestado atención hasta entonces; y me doy cuenta de algo que cualquier persona con coeficiente intelectual medio podría entender, y que sin embargo nadie parecía haber analizado: si el cuerpo se acerca, es porque se va a estrellar; si algo así, un cuerpo que viene desde fuera de la Tierra, se estrella, causará una onda expansiva devastadora; y entonces, ¿por qué nadie huye? ¿Y, además, por qué tardé tanto en darme cuenta de algo tan obvio?
- ¡Corran! ¡Rápido, dale, muevanse ya! - grito con desesperación.
Nadie se mueve. Me doy cuenta que los susurros ya no están. Las caras de todas las personas ahí miran fijo el cometa, o lo que sea que se aproxima, con cara ausente y vacía de expresión.
Desesperado, tomo a una mujer de los hombros y la sacudo con violencia, pero sus ojos siguen firmes en el cuerpo invisible, el humo y la luz.
Tambaleo, más mareado que antes, y un terror desconocido se apodera de mí. Me doy cuenta que ese cuerpo invisible los tiene a todos hipnotizados. Ahora son solo maniquíes muy reales, sin pensamiento, cuerpos de pie inconcientes de la amenaza que se acerca.
Con lágrimas en los ojos corro a cualquier parte, lo mas lejos posible, en dirección contraria al cuerpo descendente.
Después de unos minutos, un gran estruendo transforma la realidad. Sin mirar a mis espaldas, entro en la primer puerta que veo y me lanzo al piso de bruces - pobres los dueños de la casa que estan afuera a punto de morir-.
Con los párpados cerrados por el temor, noto que la luz es muy potente: la oscuridad de mis párpados ya no es tal. Siento que ardo en llamas eléctricas, como si fuera alcanzado por distintas corrientes o rayos en todo mi cuerpo, que expulsa gritos de sangre. Lo único que se oye son derrumbes de edificios y sonidos de desastre.
Pierdo el sentido del olfato. Pierdo la vista. Pero el tacto, por desgracia, no.
Luego de un tiempo en el que quedo inconciente, mi vista se recupera de a poco, y noto que estoy vivo de milagro.
Hoy soy capaz de escribir esto, y lamento decir que el daño es absoluto; no hay personas, ni animales, y apenas hay algunas plantas y árboles que sobrevivieron.
No se que fue lo que cayó, lo que terminó con la gente y tal vez con la humanidad entera - si es que esto se vió en todo el mundo, pero sospecho que después de un año sin que llegara nadie, es porque no hay nadie o nadie puede venir -, pero lo mismo da.
No voy a decir nada de mi estado, solo que mis heridas me deformaron hasta no parecer humano.
Todavía espero encontrarme con alguien, y si no puedo, ojalá encuentres esto en alguna parte.
- Parece una estrella fugaz - dice alguien.
- No... más bien un meteorito creo...
Y otras frases así se escuchan como los susurros que son.
Un vértigo extraño me esclaviza y sus cadenas me jalan al suelo y marean mi vista. Con esa sensación me doy vuelta y veo, en una de las esquinas mas transitadas de Buenos Aires, unas tal vez ciento cincuenta personas de pie en casi perfecto silencio, apenas roto por los ya mencionados susurros, mirando todas - adultos, niños, ancianos y hasta bebés - el cuerpo invisible, el humo blanco y su luz amarillenta, a la cual no le había prestado atención hasta entonces; y me doy cuenta de algo que cualquier persona con coeficiente intelectual medio podría entender, y que sin embargo nadie parecía haber analizado: si el cuerpo se acerca, es porque se va a estrellar; si algo así, un cuerpo que viene desde fuera de la Tierra, se estrella, causará una onda expansiva devastadora; y entonces, ¿por qué nadie huye? ¿Y, además, por qué tardé tanto en darme cuenta de algo tan obvio?
- ¡Corran! ¡Rápido, dale, muevanse ya! - grito con desesperación.
Nadie se mueve. Me doy cuenta que los susurros ya no están. Las caras de todas las personas ahí miran fijo el cometa, o lo que sea que se aproxima, con cara ausente y vacía de expresión.
Desesperado, tomo a una mujer de los hombros y la sacudo con violencia, pero sus ojos siguen firmes en el cuerpo invisible, el humo y la luz.
Tambaleo, más mareado que antes, y un terror desconocido se apodera de mí. Me doy cuenta que ese cuerpo invisible los tiene a todos hipnotizados. Ahora son solo maniquíes muy reales, sin pensamiento, cuerpos de pie inconcientes de la amenaza que se acerca.
Con lágrimas en los ojos corro a cualquier parte, lo mas lejos posible, en dirección contraria al cuerpo descendente.
Después de unos minutos, un gran estruendo transforma la realidad. Sin mirar a mis espaldas, entro en la primer puerta que veo y me lanzo al piso de bruces - pobres los dueños de la casa que estan afuera a punto de morir-.
Con los párpados cerrados por el temor, noto que la luz es muy potente: la oscuridad de mis párpados ya no es tal. Siento que ardo en llamas eléctricas, como si fuera alcanzado por distintas corrientes o rayos en todo mi cuerpo, que expulsa gritos de sangre. Lo único que se oye son derrumbes de edificios y sonidos de desastre.
Pierdo el sentido del olfato. Pierdo la vista. Pero el tacto, por desgracia, no.
Luego de un tiempo en el que quedo inconciente, mi vista se recupera de a poco, y noto que estoy vivo de milagro.
Hoy soy capaz de escribir esto, y lamento decir que el daño es absoluto; no hay personas, ni animales, y apenas hay algunas plantas y árboles que sobrevivieron.
No se que fue lo que cayó, lo que terminó con la gente y tal vez con la humanidad entera - si es que esto se vió en todo el mundo, pero sospecho que después de un año sin que llegara nadie, es porque no hay nadie o nadie puede venir -, pero lo mismo da.
No voy a decir nada de mi estado, solo que mis heridas me deformaron hasta no parecer humano.
Todavía espero encontrarme con alguien, y si no puedo, ojalá encuentres esto en alguna parte.
domingo, junio 07, 2009
Cadena de hechos
En un piso alto de un edificio reluciente, un hombre se sienta frente a un escritorio y piensa. Se acaricia las sienes y trata de respirar profundo. Siente que el aire acondicionado está demasiado cálido; baja la temperatura de su enorme oficina pero igual se sacá el traje de Dolce & Gabbana y lo tira en el sillon. Se enjuaga unas gotas de sudor de la frente y sigue sin hacer nada, solo piensa.
El problema estaba fuera de control. Era su culpa y debía solucionarlo, cueste lo que cueste.
Una llamada lo sacá de su estado cuasi-catatónico y le da una alegría: el hombre perdido había sido encontrado.
La silueta de una sonrisa aparece en su rostro maduro arrugado por el stress. El alivio es inconmensurable y le salva la vida. Ahora los jefes no iban a tener por qué estar enojados y no iba a haber consecuencias.
Hace una llamada desde una línea segura, y al colgar, le ordena a su asistente la limusina lista. A los dos minutos está en ella, yendo a un importante acuerdo. Veinte minutos después está con un hombre; charlan del trabajo asignado a este, y del monto en que el trabajo será recompensado. La visita cordial termina rápido y cada cual se marcha a hacer lo que debe hacer.
El hombre aliviado vuelve a su oficina, y llama a los jefes para transmitirles la buena noticia. Lo felicitan con frialdad, pero para él es suficiente, sabe el peligro que corrió, y que por unos minutos fue viudo y sin hijos.
El hombre que va a hacer el trabajo sigue al hombre que había estado perdido, y lo encuentra en el aeropuerto, con pasajes en mano, en la escalera hacia un avión que despegará en diez minutos según la voz que sale de los parlantes. No tiene mucho tiempo, y con su bolso en mano apura el paso. Camina hacia la zona de carga y se cruza con un par de policias que intentan detenerlo. No lo logran.
Hay cinco personas en la zona de carga, pero una vez llegado el intruso, todas esas personas están inertes y con agujeros de bala en el cuerpo, aunque eso no aparecerá en el diario de mañana, ni en el de ningun día, ni en ningún despacho de un forense, de eso se encargaría el empleador. Una vez en la zona de carga, sube el bolso a bordo del avión. Hecho esto, intenta esconder los cuerpos lo mejor posible, y luego se larga. En casa lo espera una buena noticia.
El hombre que había estado perdido no sabe que fue encontrado, e intenta relajarse en el avión de regreso a su país. Tiene la información que había ido a averiguar, algo importante, con fuerza para causar gran impacto y que va contra muchos intereses.
El avión arranca, se eleva, y entabla vuelo.
De repente, una explosión destruye todo, y lo que queda del avión cae a pique hacia el mar.
El hombre se da cuenta que hacía rato que había sido encontrado antes del súbito final.
Mas tarde, luego de una llamada proveniente del hombre que había hecho el trabajo, el hombre aliviado pide a su asistente la mejor champaña, y brinda con la noticia de doscientas personas muertas en un accidente aereo mientras traspasa fondos de siete cifras de una cuenta bancaria a otra.
El problema estaba fuera de control. Era su culpa y debía solucionarlo, cueste lo que cueste.
Una llamada lo sacá de su estado cuasi-catatónico y le da una alegría: el hombre perdido había sido encontrado.
La silueta de una sonrisa aparece en su rostro maduro arrugado por el stress. El alivio es inconmensurable y le salva la vida. Ahora los jefes no iban a tener por qué estar enojados y no iba a haber consecuencias.
Hace una llamada desde una línea segura, y al colgar, le ordena a su asistente la limusina lista. A los dos minutos está en ella, yendo a un importante acuerdo. Veinte minutos después está con un hombre; charlan del trabajo asignado a este, y del monto en que el trabajo será recompensado. La visita cordial termina rápido y cada cual se marcha a hacer lo que debe hacer.
El hombre aliviado vuelve a su oficina, y llama a los jefes para transmitirles la buena noticia. Lo felicitan con frialdad, pero para él es suficiente, sabe el peligro que corrió, y que por unos minutos fue viudo y sin hijos.
El hombre que va a hacer el trabajo sigue al hombre que había estado perdido, y lo encuentra en el aeropuerto, con pasajes en mano, en la escalera hacia un avión que despegará en diez minutos según la voz que sale de los parlantes. No tiene mucho tiempo, y con su bolso en mano apura el paso. Camina hacia la zona de carga y se cruza con un par de policias que intentan detenerlo. No lo logran.
Hay cinco personas en la zona de carga, pero una vez llegado el intruso, todas esas personas están inertes y con agujeros de bala en el cuerpo, aunque eso no aparecerá en el diario de mañana, ni en el de ningun día, ni en ningún despacho de un forense, de eso se encargaría el empleador. Una vez en la zona de carga, sube el bolso a bordo del avión. Hecho esto, intenta esconder los cuerpos lo mejor posible, y luego se larga. En casa lo espera una buena noticia.
El hombre que había estado perdido no sabe que fue encontrado, e intenta relajarse en el avión de regreso a su país. Tiene la información que había ido a averiguar, algo importante, con fuerza para causar gran impacto y que va contra muchos intereses.
El avión arranca, se eleva, y entabla vuelo.
De repente, una explosión destruye todo, y lo que queda del avión cae a pique hacia el mar.
El hombre se da cuenta que hacía rato que había sido encontrado antes del súbito final.
Mas tarde, luego de una llamada proveniente del hombre que había hecho el trabajo, el hombre aliviado pide a su asistente la mejor champaña, y brinda con la noticia de doscientas personas muertas en un accidente aereo mientras traspasa fondos de siete cifras de una cuenta bancaria a otra.
miércoles, junio 03, 2009
Ironía
El reto es llenar la página en blanco. Quiere algo bueno pero hoy no es el día, al parecer, igual que no lo fue el de ayer, o el anterior, o el anterior a ese, o cualquier día desde hace dos años, cuando terminó la última obra, cuando terminó una vida y empezó otra.
- Mierda... mierda. - dice con la seguridad de haberlo cagado todo.
Otra vez triunfa la página en blanco.
Se tapa la cara con las dos manos y empieza un llanto dramático que no tarda en enloquecer.
Si alguien pudiera ver el cuarto, comprendería muchas cosas. El lugar en sí es un desastre: hay cosas rotas y sucias, ropa tirada por cualquier lado, olor a alcohol, a vómito y a cigarrillo. En toda la casa no hay una sola foto, ni de familia ni de alguna persona; lo que sí hay son cajas, muchas cajas rectangulares, pequeñas, blancas, con un nombre complicado, escrito con letra grande en un lado, y muchas letras pequeñas, diminutas, del otro. En esas pequeñas cajas existe lo que a ese hombre le importa más que nada: pastillas.
El llanto de impotencia se transforma en llanto de odio. Se levanta y destroza lo que tiene a mano: empuja los vasos de la mesa y los deja estrellarse contra la pared y luego con el suelo, toma una silla y la parte contra el piso, y, con lo que queda, golpea un televisor inofensivo que estalla en chispas y en pedazos oscuros de vidrio; empuja el televisor al piso y vuelve a pegarle con la silla una vez, dos veces, tres veces. Poco a poco se cansa y colapsa su ataque de cólera.
Se arrodilla con sus ojos arrasados en lágrimas; el llanto ahora es de tristeza, de verguenza y de un dolor que no se puede entender con palabras. Incontables pedazos de vidrio están clavados en sus piernas que liberan pequeños pero fluidos canales de sangre.
Unos minutos después comienza a notar el dolor físico, pero no le da importancia. Está en la cama sentado, con una copa casi llena de Bourbon sobre la mesa de luz, y en la mano, todas las pastillas de cuatro cajas.
Tiembla, y en esa duda se le ocurre dejar una nota. Sin pensar sobre qué, escribe. Cuando termina, deja la birome, se pone la mitad de las pastillas en la boca, y bebe media copa; luego la otra mitad de pastillas y la copa vacía.
Se acuesta sobre la cama, y antes de irse, lee su última nota. En ella encuentra pasión, sentimientos y un orden cristalino en cada oración, se da cuenta que su nota tiene belleza, y es lo mejor que jamás haya escrito.
Con una sonrisa final acepta la ironía, y muere ahogado en el vómito de los narcóticos.
- Mierda... mierda. - dice con la seguridad de haberlo cagado todo.
Otra vez triunfa la página en blanco.
Se tapa la cara con las dos manos y empieza un llanto dramático que no tarda en enloquecer.
Si alguien pudiera ver el cuarto, comprendería muchas cosas. El lugar en sí es un desastre: hay cosas rotas y sucias, ropa tirada por cualquier lado, olor a alcohol, a vómito y a cigarrillo. En toda la casa no hay una sola foto, ni de familia ni de alguna persona; lo que sí hay son cajas, muchas cajas rectangulares, pequeñas, blancas, con un nombre complicado, escrito con letra grande en un lado, y muchas letras pequeñas, diminutas, del otro. En esas pequeñas cajas existe lo que a ese hombre le importa más que nada: pastillas.
El llanto de impotencia se transforma en llanto de odio. Se levanta y destroza lo que tiene a mano: empuja los vasos de la mesa y los deja estrellarse contra la pared y luego con el suelo, toma una silla y la parte contra el piso, y, con lo que queda, golpea un televisor inofensivo que estalla en chispas y en pedazos oscuros de vidrio; empuja el televisor al piso y vuelve a pegarle con la silla una vez, dos veces, tres veces. Poco a poco se cansa y colapsa su ataque de cólera.
Se arrodilla con sus ojos arrasados en lágrimas; el llanto ahora es de tristeza, de verguenza y de un dolor que no se puede entender con palabras. Incontables pedazos de vidrio están clavados en sus piernas que liberan pequeños pero fluidos canales de sangre.
Unos minutos después comienza a notar el dolor físico, pero no le da importancia. Está en la cama sentado, con una copa casi llena de Bourbon sobre la mesa de luz, y en la mano, todas las pastillas de cuatro cajas.
Tiembla, y en esa duda se le ocurre dejar una nota. Sin pensar sobre qué, escribe. Cuando termina, deja la birome, se pone la mitad de las pastillas en la boca, y bebe media copa; luego la otra mitad de pastillas y la copa vacía.
Se acuesta sobre la cama, y antes de irse, lee su última nota. En ella encuentra pasión, sentimientos y un orden cristalino en cada oración, se da cuenta que su nota tiene belleza, y es lo mejor que jamás haya escrito.
Con una sonrisa final acepta la ironía, y muere ahogado en el vómito de los narcóticos.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)