Como la reencarnación de Afrodita, era la mujer más hermosa jamás nacida. Ver su piel lozana, sus ojazos marrones, sus curvas deliciosas, su pelo resplandeciente, era un espectáculo enceguecedor. Miradas azucaradas y gestos deleitosos hacían de ella el ser más anhelado por cualquier persona que la conociese.
Pocos conocían más que su superficialidad (lo superficial puede ser suficiente para muchos hombres), ya que nadie intentaba conocer la mente de la obra maestra de Dios. ¿Pára qué entrometerse en saber su personalidad más de lo necesario? ¿Al ver el paisaje espléndido de un bosque en primavera, los hombres deben cavar en la tierra y talar los árboles para averiguar qué hay debajo de toda esa belleza? ¿Al observar una escultura excelente, los críticos y el público rompen el mármol de la obra para observarla y conocerla mejor? De ninguna manera, y es entendible lo que hacen la mayoría de los hombres. Y ahora debo decir que no sólo era entendible, sino, en este caso, recomendable. Ojalá no hubiera conocido la mente perversa que tenía lugar debajo de toda esa virtuosidad y hermosura.
Fui uno de los privilegiados, en el clímax de su madurez física, de andar a su lado. Era envidiado por cuanto hombre conociese, y estoy obligado a decir que me sentía único. Aún con todo mi exceso de confianza, era feliz con la vida que llevaba, pero de a poco, todo empezó a cambiar. Ella tenía hábitos extraños. Apenas dormía, apenas comía. Pasaba una gran cantidad de tiempo en su casa, rezando. No era de ninguna de las religiones comunes, me dijo, y no me podía decir en que consistía la suya. Yo, por curiosidad, insistía, hasta que con caricias y besos, todo se iba de mi mente en una vorágine de colores y emociones nuevas que ella guiaba a placer.
Todo fue bien durante un tiempo, solo una pequeña cantidad de costumbres raras, pero luego de un par de meses, yo me fui descontrolando. Mi salud desmejoró sin razón alguna. Sólo lograba alivio al estar con ella, y de formas inverosímiles. Me hechizaba, me decía cosas como "vas a mejorar", y, tras un beso, recobraba en gran parte mi salud, el color en mi piel, el uso correcto de mis pulmones, y me alegraba, y luego me decía "vas a empeorar", y tras otro beso, mi mente se mareaba, perdía el eje de la realidad y el cuarto daba vueltas mientras volvían toses interminables; su risa, en carcajadas sinfónicas e inquietantes, me dejaba despavorido hasta que perdía la conciencia, y luego despertaba sin un recuerdo, pensando en ciertas imágenes de esos hechos como si fueran sólo sueños amargos.
Perdía el sentido de la ubicación y del tiempo. Algunas veces aparecía en lugares en los que no recordaba haber ido, o en situaciones en las cuales no recordaba cómo se habían llevado a cabo.
Una noche desperté en su casa, sin siquiera sospechar qué día ni qué mes eran. Por primera vez me di cuenta de lo que pasaba, de los saltos de tiempo. Pensé que estaba enfermo, que debía de tener algo grave que carcomía mi cerebro. Con una preocupación creciente que se asentaba en el medio de mi pecho, al encontrarme solo y no tener nada más que hacer, empecé, sin quererlo ni pensarlo, a husmear. En estos días no recuerdo si buscaba alguna prenda perdida o qué cosa, pero al abrir una puerta corrediza que pensaba que era del armario, me encontré con algo muy diferente.
Sobre un estante a media altura, descansaba sin paz la cabeza disecada de un toro; tenía los ojos abiertos de par en par, una expresión de salvajismo iracundo en las arrugas de su rostro, y los cuernos manchados de sangre oscura y seca; y alrededor de la cabeza, unas velas altas e incienso de un olor repugnante representaban un altar pagano. Había a un costado papiros largos y extensos, antiguos como el polvo, con letras apenas entendibles. El nombre Pasífae era lo poco que pude descifrar, junto con el de Dédalo. Uní las piezas y pronto lo supe: iba a ser llevado a la isla de Creta como sacrificio para Asterión, el minotauro.
Como pude, huí de aquella casa de locura, entrando en la oscuridad de la noche como animal asustado. Corrí por el bosque que distanciaba su casa de la mía, y en el camino me encontré con ella. A una distancia considerable me miraba fijo, y yo, ingenuo, hice lo mismo. Al instante estuve en un trance de ensueño. Mi cuerpo no me respondía mas que en intentos espasmódicos de escape. Cuando la tuve cerca, vi como había cambiado. Ahora me daba cuenta que tenía poco de ser humano, y que poseía una monstruosidad digna de las peores criaturas míticas en cada razgo que su cuerpo enseñaba. Mis ojos todavía transmitían el terror que rugía bajo mi piel, y quiso usar su fragancia de siempre para sedarme. Sonriendo, acercaba sus labios a los míos, sin que yo pudiese hacer nada. Pero su perfume esta vez no funcionó. Una peste inmunda despedida de su boca despertó a mi cuerpo y logré huir.
Nunca supe qué era ella. Sólo se que, luego de esos aullidos de ira que lanzó para cazarme durante mi escape, desapareció de la faz de la tierra. Jamás la volví a ver.
Ojalá no atormente a nadie más.
viernes, septiembre 18, 2009
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2 comentarios:
es muy cliche decir que las apariencias engañan?
Me gusta me gusta esto, Love you more than anyone, and you know that!
Sonita.
PD: me encanta.
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