lunes, julio 27, 2009
Amor y sensualidad
Es la verdadera combinación entre la ternura que brotan de las flores silvestres criadas por la naturaleza de los bosques, hermosas e indefensas para cualquier ojo capaz de sentir, y el deseo pasional y lujurioso capaz de generar por la mujer ideal, la mujer fantástica y perfecta que no existe, pero lo existente más parecido es ella, que camina con la gracia de la persona que aparenta sin soberbia conocer el mundo tal cual es, y por la que muchos darían hasta lo que no tienen, y todo en ella forma una neblina de colores en la que es posible la felicidad completa.
Es ladrona de mis suspiros cada vez que beso su piel tersa de algodón y seda, y dueña de mi alma, que parecía marchita por viejos errores y desamores que cicatrizaron pero nunca pudieron sanar. Es portadora de una hermosura que asombra y enceguece por su claridad y por su luz, que llega desde universos donde todo posee paz armoniosa que resplandece a través de sus ojos y de sus sonrisas. El paisaje de su cuerpo desnudo, puro e inmaculado como arena de playas inexploradas, es capaz de llevarme a la mas sensata locura humana, y de llevar el Sol a mi piel, que arde y quema sin dolor alguno.
El cosmos inimaginable se encuentra en esos ojos que parecen marrones pero que tienen oculta a todas las galaxias y todas las constelaciones, de allí la profundidad de su mirada; las frutas mas sabrosas y dulces, todas se conspiraron para juntarse y formar el par de labios mas exquisito que existió jamas: los suyos. Las curvas de su cuerpo, colinas de oculta estimulacion, esconden los placeres mas sagrados y aún no reclamados por el hombre, pues ninguno ha sido capaz de llegar a ella.
Ninguno jamás, hasta hoy.
Recorrí el cosmos hasta los lugares mas indefinidos, probé las mayores delicias existentes una y otra vez, acaricié y mimé su piel tersa de algodón y seda durante horas, profané con permiso de su divinidad las colinas de su cuerpo, caminé y floté en la niebla de colores, y fui feliz.
jueves, julio 23, 2009
La criatura de la noche
Con un movimiento corto y rápido de sus manos empuja las tablas que lo aprisionan, y las manda a volar como polvo en el viento de la noche sin estrellas ni Luna. Resurge de la muerte, se incorpora una vez mas a la tierra de los hombres, deja el mundo en el que antes se había adentrado sin desearlo y que se había ganado su odio e incluso su miedo.
Mira alrededor y se da cuenta que está en una necrópolis; cruces de piedra y cemento se alzan de la tierra, con la dignidad necesaria para querer rasguñar y atrapar la libertad de la que alguna vez gozaron los hombres convertidos en cadáveres descompuestos que se encuentran en las criptas cerradas para siempre. Él era el único que se levantaría, de todos ellos, para volver al mundo; poderoso, inmortal y monstruoso.
Aprieta sus puños envuelto en su propia ira hasta clavarse las uñas en la carne, sin sangrar. Sus mandíbulas se cierran con brusquedad y empieza a temblarle el cuerpo presa de la excitación de la cacería que se acerca segura como el Sol que aparece cada mañana.
De su espalda, junto con crujidos de sus vértebras, el desgarramiento de su carne y el rompimiento de su piel, se desprenden dos alas, compuestas por varios cartílagos largos, duros y flexibles, unidos por una membrana transaprente y resistente aunque de falsa fragilidad.
El vampiro se acerca y no existe escapatoria alguna.
viernes, julio 17, 2009
El encuentro con Caronte
Había terminado de leer un libro antiguo de casi seiscientas páginas y tapa dura, impreso hacía mas de ochenta años, y necesitaba guardarlo de donde lo había sacado. Tomé la escalera con las pequeñas ruedas deslizantes, y fui de una punta a la otra de mi sala biblioteca. En el noveno estante del mueble de la pared sur estaba el hueco para ese libro, y pese a que el médico a mi edad no me lo recomendó, subí por la liviana escalera. Con casi setenta años cumplidos, puedo entender que esto que me pasó fue una advertencia del destino, tengo la suerte de ser uno de los avisados... pero en fin, sigo con
Con la certeza de estar muerto, desperté en un lugar oscuro y húmedo, tal vez una cueva. Cerca se oía agua fluyendo. Me levanté sano, sin recordar el episodio de la biblioteca, sin recordar nada en absoluto; me dirigí entonces hacía el sonido del agua, y enseguida encontre un río. Era ancho como ninguno en la superficie - puedo decir con seguirdad que estaba bajo tierra, en alguna caverna subterranea de inimaginable antiguedad - y en el centro del río se formaba una vorágine, un remolino impetuoso que continuaba todo a lo largo hasta donde se podía ver. El lugar y el río no me causaban ninguna simpatía, era un lugar sin luz, pobre, se respiraba humo y carbón, había suciedad en el aire y misteriosos seres que caminaban cerca y lejos mío a los que no podía ver, cosas en el agua que producían el molesto ruido del chapoteo y unos gritos que le ponían a uno la piel de gallina, y llegaban susurros de todas partes, como innumerables suspiros que una brisa siniestra llevaba consigo.
No duré mucho observando el atemorizante paisaje, ya que una canoa arribó a mi orilla. En la embarcación había una persona, un anciano raquítico, enfermo, con barba canosa y sucia que le llegaba hasta el fin de las costillas, y con pelo largo que le llegaba hasta su cintura; era alto pero estaba encorbado, y poseía unos ojos salientes, blancos en su totalidad con solo una ínfima pupila del tamaño de un alfiler moviéndose de un lado para el otro con signos de demencia.
- Mi nombre es Caronte, debes darme una moneda si quieres que te lleve al otro lado - dijo el anciano, sosteniendo un remo aún dentro de la canoa.
No dudé de como ese anciano podría llevarme al otro lado, porque sabía que podría, pero lo más importante era que sabía donde me encontraba: estaba con Caronte, y pretendía llevarme al otro lado del Aqueronte, en el reino de Hades.
Antes de que pudiera contestar, el anciano golpeó furioso con el remo a una de las cosas del agua que intentaba subir a la embarcación, y en su semblante se mostraron unos dientes pálidos y podridos, y de esa boca escapó una voz gruesa acondicionada a la perfección para la acústica de la caverna.
- ¡Nada, nada hasta el otro lado, ladrón, impostor, nada durante cien años! - dijo el anciano, y durante un tiempo indeterminado, el eco del lugar aún mantuvo sus palabras vivas.
Ahí pude ver que las cosas del agua eran personas, hombres, mujeres, ancianos, que se ahogaban en el poderoso río que todo lo arrastraba menos la preciada barca de Caronte.
Los rostros sin ojos y las bocas sin lengua, sumados a la piel arrugada y desprendida de los cuerpos, causaban una repulsión total y a la vez una pena demasiado grande para describirla.
Caronte me miró y no pude hablar. Ese hombre era responsable de todas las personas que morían sin morir en el río, era responsable de todas las personas que sentían como sus pulmones se llenaban siempre más, como si no tuvieran una capacidad limitada, y el dolor de esas personas iría siempre en aumento hasta llegar a la infinita agonía. Era un castigo imposible de soportar, y el portador de esos ojos lunáticos era el culpable, pero obedecía a Hades, era un responsable obligado, y a la vez otra víctima.
- Tú te marchas - me dijo Caronte - no perteneces a este lugar aún.
Me dio la espalda, puso un remo en el agua, empujó y se marchó.
- ¡Espera, me tienes que llevar al otro lado, espera! - grité horrorizado al pensar en sufrir el mismo castigo que la gente del agua - ¡Te pagaré, lo prometo, llévame!
- No, hijo - me contestó - no te vas ni al agua ni te llevaré.
Iba a gritar algo más cuando sentí como unas sombras nacían a mi alrededor y tomaban forma física, levantándose del suelo hasta ser cuerpos de sombra. Grité con terror al ver que los cuerpos de sombra se avalanzaban sobre mí, hasta que me taparon la boca, me taparon los ojos, y todo desapareció.
Cuando abrí los ojos, vi cielo y vi personas. Un hombre con pantalon y camisa verde me preguntaba cosas. Era un doctor, y me estaban metiendo a
Ahora conmigo siempre llevo una moneda, por si llega el momento de irme y tenga un nuevo encuentro con Caronte.
lunes, julio 13, 2009
La Muerte Helada
A pesar de tener todos los abrigos de sus compañeros fallecidos, el aire glaciar se hacía notar en su piel hasta congelarla y entumecerla, dejándola dormida en un sueño preparativo para la Muerte Helada que lo estaba siguiendo por ese camino desde que lo inició. Creía escuchar sus pisadas, el crujido que hacían sus husudos pies al posarse sobre la nieve, y el sonido fugaz que hacían al andar sobre el hielo.
El hombre se dio vuelta rápido para observar por un instante un destello más blanco que todo alrededor, algo brillante que era bordado por un aura roja, y sabía que esa era la Muerte Helada, que lo seguía incanzable e indestructible.
El camino ascendía como una colina montañosa, y empezó a cansarse. Las piernas acosadas por el frío no podían cumplir con las órdenes del cerebro agobiado, y avanzó con creciente lentitud hasta casi frenarse por completo. No recordaba la última vez que había dormido, no recordaba haberse sentido tan cansado, y pensamientos así se sumaban a su mente, hasta que el sonido cercano y permonitorio de una pisada le renovó el espíritu.
Un gruñido se escuchó en el gélido desierto cuando aceleró y pudo escapar de la Muerte que se había dejado oír por primera vez. El hombre gritó de dolor cuando unas garras níveas destrozaron su espalda y sus abrigos, pero se pudo mantener en pie y continuó con su escape ensangrentado.
Ella lanzó otro gruñido, esta vez mucho mas alto, para que llegara al alma del hombre, que entendiera que no había salida, que del páramo congelado no iba a escapar, provocó una avalancha gigantesca: desde ambos costados se escuchaba el nival armamento que la Muerte Helada había lanzado.
El hombre corrió con toda la energía que pudo y llegó hasta el final de los dos témpanos. Se desvió hacia un lado y, sin parar de correr, miró hacia atrás, y vio la avalancha que se acercaba reptando hambrienta.
Pero de repente la avalancha frenó. El hombre, ensimismado, miró la nieve que había dejado de avanzar de forma tan drástica sin entender. Luego miró hacia arriba, hacia la cima del témpano y comprendió que había sido todo un juego, pues allí estaba ella: una figura fantasmal, más blanca que la nieve y las nubes, más terrorífica que un monstruo indecible, más astuta que cualquier ser viviente, más antigua que cualquier civilización milenaria, allí estaba la Muerte Helada, de la que nadie podía escapar.
viernes, julio 10, 2009
La pintura
El hombre de traje cierra el celular al tiempo que llega a destino: una casa grande, amplia, de por lo menos dos plantas y un ático, con un jardín principal deteriorado y descuidado, con maleza y demas yuyos gobernantes y restos de basura como si fueran adornos que reemplazaran a los enanos de jardín; una reja oxidada que llega hasta la cintura cubre todo el frente. Al no haber timbre, el hombre de traje, luego de un corto período de temores y dudas, empuja la reja y avanza por unas baldozas carcomidas por el pasto que eran el único sendero posible en aquella pequeña amazonia.
Al caminar enfoca su vista en la casa y la nota también desgastada, casi en ruinas, con grietas en sus poros rojos de ladrillo y suciedad acumulada en los ventanales que no dejaba ver el interior.
Llega a la puerta y golpea una, dos, tres veces, y espera una respuesta. Nada. Vuelve a golpear: silencio. Por la tardanza mira con aire distraido al jardín para a los pocos segundos ver entre los altos pastos a una rata del tamaño de una pelota de rugby, roñosa, gigante y feroz como un león hambriento. Su piel se enfría, sus vellos se erizan como astas y el pavor fóbico que experimentó desde la infancia lo obliga a entrar en la casa apurado, sin pensarlo.
Al entrar se da vuelta y ve la puerta cerrarse, dejando afuera a la bestia repugnante en su mundo repugnante. Con su vista aún fija camina de espaldas sin notarlo por un pasillo iluminado por un halo de luz, hasta que con su espalda choca con algo.
El contacto no buscado lo hace gritar. Con sus ojos casi fuera de sus órbitas, salta por instinto hacia adelante a la vez que se agacha y da vuelta para ver con que se topó. Un nuevo grito se alza por sobre el anterior, más potente, más profundo, y el eco se desplaza por cada cuarto de la casa con potencia invasiva.
Los ojos no le fallan al hombre de traje: lo de que cuelga ahí arriba es un cadáver.
Los ojos tampoco le fallan al observar la piel del difunto, gris, casi incolora, ni tampoco le fallan al observar los ojos, insanamente fuera de las cuencas, ni tampoco al observar la lengua, con signos claros de descomposición y demasiado fuera de la boca, sobre una abundante barba canosa por la que caminan arañas y moscas impunes.
El olor despedido por el cuerpo lo hubiera notado al entrar si no hubiera estado tan inquieto, porque el aire fétido que respira dentro es desgarrador para las entrañas.
Al mirar mas arriba ve la soga, camuflada en un sinfin de telarañas unidas que forman una inmensa, y la viga húmeda pero resistente.
Ese hombre era el que venía a buscar. Lo encontró.
Se pone en cuclillas, de espaldas al hombre que yace colgado. Apoya los dedos de una mano en el piso para mantener el equilibrio y tratar de mantener al almuerzo enjaulado dentro de su cuerpo, pero no lo logra. Se levanta tambaleante y choca con una mesa. Una cosa de forma cuadrada cae al suelo, tapada por una funda que en la caida se corre y deja ver una parte de una pintura surrealista de colores opacos.
Un encantamiento aprisiona la mente del hombre. De repente se le crea una adicción, una obligación física, una necesidad mental de ver el cuadro. Respira pero no siente el olor del cadáver, no siente nada, ni miedo, ni preocupaciones, solo tiene la necesidad de ver el cuadro.
Lo necesita.
Estira el brazo y toma con excesivo cuidado la pintura. Sus ojos fueron reemplazados por otros, por un par de ojos lunáticos y enfermos, se nota en su mirada sin alma que todo cambió.
Toma la pintura con sus dos manos y la pone delante de su rostro para admirarlo, y lo hace, y rie, rie a carcajadas.
domingo, julio 05, 2009
La decisión
La mujer hermosa con la que compartió la cama está de pie frente a la ventana, mirando sin ver, con una bata sobre su cuerpo, un cigarrillo en su mano y una razón para matarlo.
Un trabajo como el de ella no es para cualquiera, hay que ser fuerte, resistente, se necesita una mente entrenada con la capacidad de soportar la culpa y la condena, y ella tenía muchos remordimientos que cargar. Nadie la conoce ni conoce su pasado. Tiene un don para fingir, para mentir, y lo usó en todo pasaje de su vida.
Nadie pudo nunca saber quién era, qué era, qué buscaba.
Su cartera está arriba de la mesa, y allí dentro, en un fondo falso, residen cinco documentos diferentes y un arma pequeña, una Smith & Wesson nueve milímetros que toma sin hacer el menor ruido. El arma está lista, ella debe estarlo.
Comete un error: regresa a la cama y ve a la persona, no al negocio, y eso es lo peor que puede hacer. Acaricia su pelo, su frente, sus mejillas, sus cejas. Ve al pobre hombre que engañó con sus juegos seductores y que había estado predispuesta a matar.
Acaricia sus labios, y el hombre en sueños se los besa.
La mujer llora, y al hacerlo usa el silencio connatural del intruso, del espía, de la muerte sorpresiva e injusta que trae consigo.
Duda en cumplir con su trabajo o no. Si se deja llevar por sus sentimientos, seguramente se convertirá en presa de la gente a la cual falló, y de la que sería muy difícil escapar; y si cumplía su tarea, no podría soportarse. Si fallaba, sería asesinada; si cumplía, contemplaba el suicidio.
Se decide.
Al sentir las primeras luces de la mañana, el hombre se despierta. Solo, sin su acompañante. Al levantarse ve, sobre la mesa, una nota. "Me cambiaste la vida" dice.
El hombre la lee extrañado, con la certeza de que significa algo importante.
Nunca supo que esa hermosa mujer estuvo a punto de acabar con su vida.